Lecturas de Navidad: Cristo se detuvo en Éboli
«’Cristo se detuvo en Éboli’ no es una articulada denuncia social o política, ni está escrito desde la atalaya de la superioridad intelectual»
Ahora que Europa parece empeñada en olvidar las lecciones de la Segunda Guerra Mundial, con su brebaje tóxico de cobardía ante el agresor, antisemitismo y fanatismo identitario, no se me ocurre una mejor lectura navideña que Cristo se detuvo en Éboli, del pintor Carlo Levi.
Levi era médico de profesión y estaba educado en la alta cultura judía de la Europa de entreguerras: era un lector sofisticado y un buen intérprete de piano. Fue el mayor de una de generación de turineses que incluía a Cesare Pavese (al que le hizo un retrato profundo), Giulio Einaudi, Leone y Natalia Ginzburg. El «grupo Einaudi» que moldearían la cultura italiana de la posguerra.
A diferencia del también turinés Primo Levi, que fue deportado a Auschwitz por el simple hecho de ser judío y cuyo libro Si esto es un hombre constituye el más importante testimonio sobre la vesania nazi contra la comunidad judía, Carlo fue desde muy pronto, por tradición familiar y vocación personal, un rebelde contra la estulticia del fascio italiano.
Encarcelado por «actividades contra el Estado italiano», ambigua fórmula jurídica de los totalitarismos, Carlo Levi pasó tres años en prisión. Al salir fue desterrado a la Lucania profunda, primero a Grassano y luego a Gagliano, en un castigo de inverosímil tonalidad feudal. Cristo se detuvo en Éboli son las memorias del año casi exacto que pasó en el segundo de estos pueblos. Pero la historia es aún más compleja, ya que el libro fue escrito como una forma de evasión mental mientras vivía refugiado en una casa de Florencia, en 1944, cuando la república de opereta de Saló había entrado en la misma demencia racial del Reich. Sobre él pesaban dos condenas a muerte: por judío y por partisano. De ahí su apenas perceptible aire nostálgico.
La identidad de Levi, su perfil idiosincrásico, tendría mucho más que ver con los círculos liberales y artísticos de Viena, Niza o Ginebra que con el Mediodía italiano: Cristo se detuvo en Éboli es el choque entre un ciudadano europeo de la era post-industrial y unos pobladores del mundo precristiano.
«Cristo se detuvo en Éboli es un libro a caballo entre la antropología y la literatura»
«Atado al potro» del paludismo, entre áridas barrancas y crueles precipicios, Gagliano era una cárcel con forma de pueblo: ni una tienda, ni un hostal, ni un café. Nada perturba su inmovilidad. Su único contacto con el mundo externo: una sinuosa carretera por la que circula un único coche, el encargado de recoger el correo en el pueblo vecino. En esa isla del archipiélago del Mezzogiorno se perpetúa un régimen de opresión medieval que tiene en el alcalde –maestro de la única escuela y dueño también de la única farmacia– y en el jefe de la policía –su hijo será el único voluntario del pueblo en la guerra de Abisinia– a sus instrumentos fácticos. Ambos, preceptivamente fascistas, y cuya relación con Roma es una transacción descarada: imitación ideológica a cambio del mando total sobre esos confines.
Con los ricos bosques arrasados siglos atrás, las tierras están dedicadas al cultivo de trigo, con un rendimiento que apenas alcanza para el autoconsumo. Sus dueños son familias nobles que viven en Nápoles o Roma y una vez al año regresan para cobrar, implacables, el pago del arrendamiento. Por ello, la mayoría de los hombres útiles para el trabajo han emigrado a América y sólo sobreviven los derrotados, los ancianos, los enfermos. Gagliano funciona como una sociedad matriarcal cuyo correlato masculino sucede en Nueva York o Buenos Aires. Levi encontrará en cada casa, junto a la estampa de la Virgen, la imagen de Roosevelt, verdadero patrono de la villa al que rezan en silencio las madres y esposas abandonadas.
Cristo se detuvo en Éboli es un libro a caballo entre la antropología y la literatura. A un tiempo diario personal y viaje a los infiernos de la mentalidad atávica, es en su conjunto un estudio del tiempo detenido y un involuntario homenaje al refrán «pueblo chico, infierno grande». Campesinos que creen en los duendes, en los espíritus malignos y benignos; mujeres que viven de hacer pócimas de amor y brebajes para curar sus hijos enfermos de bocio y difteria, mientras esperan una carta, una noticia de América que nunca llega. Sorprende la escasez de fiestas y celebraciones: improvisadas coplas navideñas para pedir dinero en las casas de los notables del pueblo, un desangelado carnaval de una sola jornada sin transgresiones y un paupérrimo día de la Virgen (que enmascara un culto sincrético anterior) son las tristes etapas de un calendario ritual degradado y pobre, en donde el cristianismo no logró asentarse con fuerza (la única iglesia del pueblo está semiderruida y vacía incluso durante la misa del domingo) y los rituales paganos y politeístas se perdieron en la niebla del tiempo. Así, la vida quedaba determinada más por las estaciones y el clima que por su lectura simbólica o su recreación cultural.
Para los campesinos de Gagliano, el Estado es una entelequia abstracta que ha sido sinónimo de explotación, sea bajo el poder republicano, borbón o fascista. Un fastidioso engranaje que viene de fuera, con rostro de recaudador de impuestos y que exige inapelable el pago de una tasa anual por cabeza de ganado. En el caso de Gagliano y de esos años, a un precio superior al del costo de alimentar y cuidar a las tristes cabras que conforman toda su mesnada. De ahí el horrendo espectáculo que registra Levi del sacrifico de las cabras del pueblo para evitar un pago imposible.
Pero Cristo se detuvo en Éboli no es una articulada denuncia social o política, ni está escrito desde la atalaya de la superioridad intelectual. Levi registra con humanidad, atención a los detalles y empatía el destino de esa gente, individualizándolos, estableciendo con ellos unos lazos y unas relaciones de plena igualdad. Se convierte en el improvisado médico de la comarca. No es un entomólogo, es un vecino. Y esa es la mayor virtud del libro. La lectura remite inevitablemente a la Comala de Juan Rulfo, otro pueblo de caciques y fantasmas.
El destierro de Carlo Levi termina cuando la radio de Roma anuncia su nombre en la lista de amnistiados como medida de gracia tras la entrada de las tropas italianas en Addis Abeba, y Levi puede regresar, por un tiempo, a su trabajo de pintor en Turín. Estamos en mayo de 1936. Los europeos afilan los cuchillos.