De buena voluntad
«No es fácil arrancarse a la pulsión puritana. La necesidad represiva de las almas mandonas es una de las peores enfermedades de nuestro siglo»
Es bastante frecuente, durante los años juveniles, sentir incomodidad e irritación ante algunos comportamientos masivos. La antipatía ante lo que suele conocerse como «consumismo» está bastante extendida entre los rigurosos. Ver a las muchedumbres sin mejor entretenimiento que amontonarse en los grandes almacenes y supermercados puede resultar insoportable a quienes tienen esa pulsión puritana y represiva tan típica de la inmadurez. Ignoran, por ejemplo, que hace medio siglo actuaban igual cuando se amontonaban en las iglesias para la misa del gallo. Cada época tiene su circo.
También en el mundo de las artes hay un rechazo típico de las almas autoritarias que ha convertido a las artes visuales en un complemento de la propaganda izquierdista. Si no la salva la ideología, la obra de arte ha de perecer en tanto que capricho de ricos, según la paranoia zurda. El rechazo llega a las grandes ventas de algunos libros. Aquellos que pasan de los 5.000 ejemplares quedan marcados por la ignominia burguesa.
No es fácil arrancarse a la pulsión puritana. La necesidad represiva de las almas mandonas es una de las peores enfermedades de nuestro siglo. Incluso cuando creen obrar en justicia, no dejan de ejercer la crueldad represora. Hemos visto que son incapaces de lamentar los niños muertos si son israelíes, sólo hay víctimas en Gaza. Su simpatía por los terroristas de Hamás no depende sólo de las subvenciones que reciben de Irán. Responde también el capítulo actual de la inacabable tradición inquisitorial antisemita por la que sienten la mayor simpatía. Es la muy conocida continuidad (y corrupción) del cristianismo que ahora ejercen las izquierdas.
En estas pasadas fiestas (y las que faltan) hemos visto tsunamis humanos gastando lo poco que les deja el Estado de Sánchez con una alegría contagiosa. El espectáculo confortaba al ver cómo la gente supera a la penuria y toma cualquier excusa para salir, pasear, mirar los escaparates, llevar a las criaturas en los hombros, dejar que corran los niños entre los agitados perros, armar bulla y creer por un tiempo que el mundo está bien hecho. En justa correspondencia, las ciudades se iluminan con millones de bombillas gracias a los municipios que comprenden esa infantilización positiva. Por unos días, todos volvemos a ser niños.
Menos esa minoría reprimida, puritana y represora que no tolera la alegría ajena, simplemente porque consideran que la alegría es burguesa, o sea, facha.