La indulgencia de los irresponsables
«Como Ortega, muchos entienden que el progreso ‘no es esto’; pero se perdonan e inventan excusas, protegiendo así su voz y su autoestima»
Estas Navidades ha despertado cierto interés la repetición de un fenómeno recurrente, que sucede en España al menos una vez cada siglo y que consiste en el peculiar arrepentimiento de algún escritor insigne metido a opinador político. Se caracteriza porque, a sus graves carencias en cuanto a la contrición, ya que ni siquiera piden perdón, tampoco contemplan restitución alguna. También cabe dudar de su propósito de enmienda.
Su antecedente más célebre data del 9 de septiembre de 1931, cuando Don José Ortega y Gasset escribe en Crisol su sonoro «Aldabonazo». Tras haber contemplado desde su sillón de las Cortes Constituyentes de la Segunda República las primeras llamas del incendio que él había contribuido a provocar, Don José une su voz al coro de idealistas desencantados que por entonces ya entonaba el «¡No es esto, no es esto!».
Hoy, como hace un siglo, los menos insensatos de entre quienes el pasado mes de julio pedían el voto para Pedro Sánchez, se quejan con amargura de su supuesta traición. Dicen sentirse engañados por los pactos que ha alcanzado con el separatismo, tanto de extrema derecha como de extrema izquierda.
Ni Ortega ni sus sucesores piden perdón ni se responsabilizan de nada. Ni reconocen su parte de culpa. La Restauración había logrado cierta paz y asegurado un grado notable de progreso social y económico; pero Ortega culpa a sus gobernantes de no haber dado paso a las generaciones más jóvenes. Unas generaciones que, al menos sus intelectuales, habían recibido más de lo que merecían, tanto por lo anacrónico de su idealismo como por lo precientífico y temerario de muchas de sus posiciones políticas. Baste recordar las consecuencias de su acceso al poder.
Para los imitadores actuales de Ortega, aquejados de déficits similares, la culpa también es de los políticos. Y también lo es de forma curiosamente selectiva, pues ambos perdonan a los políticos más culpables, que son los que ellos mismos han encumbrado. Al menos, Ortega lo hizo directamente, al culpar de todos los males a los políticos anteriores a la República; pero la trampa de sus actuales imitadores es indirecta, pues reparten por igual la culpa entre todos los políticos, tanto si están en el poder como en la oposición. Con este curioso artificio alguno de ellos hasta justifica su «rebelión», consistente en prometernos que en el futuro votará en blanco.
De ser creíble, tamaña osadía constituiría el culmen del voto expresivo. Imaginen que cundiera el ejemplo. Pero no se preocupen: es poco creíble, pues la justificación es falaz y la respuesta incoherente.
«Es el nuestro un país que lee poco y mal, pues la mayor parte de lo que lee es ficción, y no siempre de calidad»
Quien de verdad se siente engañado castiga a quien le ha mentido, no se instala en un postureo indolente. Quizá ni siquiera haya tal engaño. Como argumentan muchos psicólogos, la mentira más eficaz requiere la colaboración del supuesto engañado: en buena medida, sólo se engaña quien desea ser engañado. En esa tesitura, puede incluso ser útil disimular como engaño ajeno el autoengaño interesado. Permite mantener la autoestima.
Además, es notable que se repitan estas actitudes en España, donde los escritores aún cuentan con cierta influencia. Es el nuestro un país que lee poco y mal, pues la mayor parte de lo que lee es ficción, y no siempre de calidad. Quizá por eso a los escritores de ficción, como a los que antes alternaban la metafísica académica con las soflamas incendiarias, les tiene cuenta preservar su primorosa adolescencia. Estaríamos así ante un fenómeno gobernado, no por la oferta, sino por la demanda.
Sería esta posibilidad coherente con que el escritor no extraiga de su decepción la conclusión más lógica, que no consiste en decirnos si votará o no, o cómo va a hacerlo; sino en callarse. El ciego que da los palos más torpes es el que cree ver, cuando en realidad tiene una venda en los ojos. Por eso, un mínimo de prudencia exige que no se postule como pastor, por mucho que insinúe su ceguera. Máxime tras haber constatado la enormidad de sus errores.
Su persistencia en la prédica avala esta segunda hipótesis, por lo que el problema de fondo no sería tanto la adolescencia pertinaz del escritor, sino la de sus lectores. Cuando éstos se arrepienten, también se sienten engañados, doblemente. Con razón exigen que su narrador de cabecera les administre excusas reconfortantes. Por ejemplo, la de que los responsables son todos los políticos, no sólo sus políticos; y menos aún ellos mismos por haberles votado.
El lector engañado demanda un servicio completo, un exorcismo penitencial que le permita posar de ecuánime, no perder mucha autoestima; y que, sobre todo, le apreste a reincidir. Como bien sabe el Dr. Sánchez, una vez cumplida esa penitencia, ya estarán todos ellos, pastores y pastoreados, en condiciones de dejarse engañar de nuevo en la primavera de 2027. O incluso antes, si les prescribe una nueva excusa, quizá basada en ese mendaz igualitarismo en la maldad de todos los políticos.