Pedro y el muro
«Si algo nos enseña la historia es que todos los muros, todos ellos, terminan por caer. Por eso los políticos inteligentes prefieren los puentes»
La noche del 12 de abril de 1961, el régimen comunista de la RDA, ya saben, una de las dos Alemanias que emergieron de la Segunda Guerra Mundial, concretamente la que quedó bajo el control de la Unión Soviética, sin aviso previo de ninguna clase a la población berlinesa, construyó un muro que dividió la ciudad en dos.
La excusa utilizada por los gerifaltes de la nomenklatura del Sozialistische Einheitspartei Deutschlands para la construcción de lo que ellos denominaron como «Muro de protección antifascista» (Antifaschistischer Schutzwall) no fue otra que impedir las agresiones occidentales (sic) a la RDA por parte de la OTAN, pero a nadie se le escapó que en realidad lo que buscaban era impedir el agujero reputacional que a nivel internacional producía la sangría de alemanes que diariamente y con riesgo de sus vidas huían desde una feroz dictadura patrocinada por la URSS hacia la libertad política y económica que ofrecía la floreciente República Federal Alemana.
Veintiocho años después, la noche del 9 de noviembre de 1989 y tras 5.000 fugas y casi 200 muertos, las exigencias de libertad de los ciudadanos de la RDA cristalizaron en la caída del muro de la vergüenza, un hecho que marcó tanto el inicio de la reunificación alemana como la hecatombe de todo el bloque comunista, Unión Soviética incluida.
Pero esto de los muros no forma parte en exclusiva de la iconografía comunista. De hecho, si observamos a líderes situados en el polo ideológico opuesto, veremos que durante los últimos años el nacionalpopulismo de extrema derecha también ha utilizado la misma dialéctica mureril para tratar de conectar con una masa electoral de ciudadanos asustados ante la realidad de un mundo cada vez más global y conectado y así aumentar sus expectativas electorales. Muchas veces con éxito.
Hablo por supuesto del muro que Donald Trump prometió construir en la frontera mexicana y que le ayudó a llegar a la presidencia de EEUU, pero también del muro de 175 kilómetros que en 2015 erigió Viktor Orban en pleno centro de europa para «proteger la identidad húngara», o del muro de Bibi Netanyahu en la frontera de los territorios ocupados.
Muros que ninguno de ellos ha cumplido sus objetivos de impermeabilizar fronteras y proteger a quienes quedan dentro de los mismos, sino que más bien al contrario, sólo han servido para aumentar el efecto llamada y para aislar y dividir a quienes quedan dentro de los mismos.
Por eso me ha llamado poderosamente la atención que un presidente que, como Pedro Sánchez, busca proyectarse como epítome del progresismo galáctico, haya escogido la cuestionable imagen de un muro para dotar de corporeidad a su proyecto de partido y de país, una fortaleza asediada en lugar de una ciudad abierta, un castillo distópico con sus puertas y ventanas tapiadas en lugar de una sociedad en la que se propicie el consenso y el diálogo, un baluarte medieval del que no es posible huir en lugar de un puerto franco que propicie el intercambio de ideas y conocimientos.
Y da igual si su modelo de muro es el de Honecker, al de Trump, el de Orban o el de Netanyahu, si algo nos enseña la historia es que todos los muros, todos ellos, terminan por caer.
Por eso los políticos inteligentes prefieren los puentes.