Un conflicto social artificial
«La política del bien es una trampa moral que elude la rendición de cuentas pero exalta el ajuste de cuentas. Que no sólo desprecia la realidad sino que la proscribe»
La división entre buenos y malos, entre víctimas y victimarios, entre salvadores del planeta y negacionistas se ha convertido en el motor de la política. Una confrontación moral donde las ideas no pueden valorarse en función de los resultados sino de las buenas intenciones. De esta forma, si las políticas resultan contraproducentes, no podrán ser juzgadas, mucho menos removidas, porque su pertinencia no atiende al pragmatismo sino a un bien mayor.
La igualdad, la justicia social, el ecologismo son aspiraciones irrenunciables, por cuanto representan ese bien mayor que sólo los malvados pueden cuestionar. En este sentido todas las iniciativas legislativas estarán justificadas, aun cuando se demuestren perjudiciales, porque lo que importa es su propósito. Si no puedes demostrar, no ya que estén equivocadas, sino que su propósito es inmoral, tendrás que renunciar a la crítica. Los daños podrán ser nefastos, pero no sólo estarán justificados sino que, en comparación con el bien mayor que se persigue, deberán ser ignorados.
Así, la mera declaración de no dejar a nadie atrás logrará que aquellos que queden abandonados a su suerte se vuelvan invisibles. Comprometerse en la lucha por la igualdad permitirá interpretar el aumento de la pobreza como un desajuste estadístico que se subsanará cambiando los términos, no las políticas. Repartir la riqueza de forma equitativa, porque los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, justificará aumentar los impuestos hasta comprometer el sustento de los más humildes. Salvar el planeta hará que cualquier medida que se adopte sea indiscutible, por ruinosa que resulte, y que el ideal de la seguridad se imponga a la peligrosa libertad.
No a la violencia, no a la guerra, no a la pobreza, no a la injusticia, no a la discriminación, no a la enfermedad, no al hambre, no al sufrimiento, no al abuso, no al calentamiento global, no al machismo, no a la xenofobia, no a la homofobia, no a la transfobia… la política ha devenido en la lucha contra el mal en cualquiera de sus formas, en cualquiera de sus infinitas manifestaciones. En consecuencia, el poder como encarnación del bien aspira a ser incuestionable. Siempre tendrá un motivo, una justificación, un fin los suficientemente elevado como para sobrevolar la realidad. No podrá ser auditado porque no obedecerá a las reglas de este mundo, que es imperfecto y malvado, sino a las de otro moralmente superior.
Sin embargo, ese paraíso proyectado siempre estará por llegar, porque el mal nunca descansa, nunca se extingue. Y como la lucha es inacabable, aquel que encarne el bien podrá exigir gobernar eternamente, sin alternativa. Por el contrario, quien se aferre a la realidad, a los resultados y no a los buenos deseos, estará a favor del sufrimiento, la injusticia, el hambre y la enfermedad. En definitiva, estará del lado del mal.
La política del bien exige fijar la mirada en el futuro, en ese mundo mejor que siempre está por llegar, nunca en los errores que comete ni el daño que causa en el presente. Si acaso, atiende al pasado para reescribirlo y lanzarse hacia el futuro imaginado. De esta forma sobrevuela sus fracasos, incluso sus abusos. Allí donde desafía el Estado de derecho y la igualdad ante la ley, contrapone el bien mayor de la concordia, pero no como una promesa para hoy, por su puesto, sino para mañana. La concordia también llegará más adelante, algún día.
«Lo peor es que la política del bien es un vivero de oportunistas cuyo poder y notoriedad depende de convertir la mentira en una forma de vida»
La política del bien no miente, cambia de opinión. Durante décadas pronosticó que se agotarían los recursos naturales porque, advertía, los consumíamos a un ritmo insostenible. Cuando el vaticinio no se cumplió, cambió de enfoque. Sustituyó el argumento del agotamiento de los recursos por el calentamiento global que provocaba su consumo. En realidad, el argumento siempre fue indiferente, se podía cambiar las veces que fuera necesario. El verdadero objetivo consistía en convertir la salvación del planeta en un bien mayor indiscutible. Así se explica que se pueda estar en lo cierto al afirmar que las políticas medioambientales son un despropósito que acarreará mucho sufrimiento sin ningún beneficio y sin embargo ser tachado de negacionista, es decir, de malvado, porque cuestionar los resultados y los medios empleados por la política del bien en el presente implica cuestionar el bien mayor que persigue en el futuro.
La política del bien es una trampa moral que elude la rendición de cuentas pero exalta el ajuste de cuentas. Que no sólo desprecia la realidad sino que la proscribe. Que promueve el desconocimiento y rellena el vacío de la ignorancia con un sentimentalismo inasequible a la razón. Que miente al público haciéndole creer que erradicará el mal legislando, cuando en la sociedad de masas bastan unos poco individuos entre millones para que el bien absoluto resulte inalcanzable. Así, por ejemplo, su compromiso de erradicar la violencia machista por completo es un engaño que sirve para ampliar sus atribuciones sin límite. Su consigna de que una sola vida importa convierte los umbrales estadísticos en inaceptables y transforma la función legislativa en una actividad disparatada donde lo imposible es moralmente irrenunciable.
Con todo, lo peor es que la política del bien es un vivero de oportunistas cuyo poder y notoriedad depende de convertir la mentira en una forma de vida. Personajes que nos abocan a un mundo de apariencia, victimismo, falsedad y picaresca. Y a un conflicto social generado artificialmente entre quienes abrazan el engaño y quienes, en nombre de la racionalidad, se resisten a él.