THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Por un pueblo verdaderamente soberano

«El futuro de España necesita bastante más que el relevo de unos gobernantes por otros: exige la superación del funesto sistema partitocrático»

Opinión
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Por un pueblo verdaderamente soberano

Ilustración de Alejandra Svriz.

¿Por qué se ha deteriorado de forma tan profunda la política en España? Para responder esta pregunta es necesario desbordar el estrecho terreno de juego de la política ordinaria, donde se impone la pugna partidista travestida de ideología y polarización. Según los puristas, el pecado original estaría en el diseño del sistema político, sin embargo, lo que ha convertido este pecado en un problema casi terminal es la interesada negativa de los partidos a reformarlo cuando comenzaron a manifestarse sus graves deficiencias. 

La calidad de nuestra democracia deja mucho que desear porque carece de contrapoderes y mecanismos de control necesarios para evitar la degradación del sistema. Para que un sistema democrático funcione no es suficiente con que los ciudadanos puedan votar en un régimen multipartidista. El pluralismo político y el voto son elementos necesarios pero insuficientes: el voto constituye un control último a los gobernantes, pero se trata de un mecanismo demasiado indirecto y su ejercicio está muy dilatado en el tiempo. 

Una democracia requiere elementos añadidos que impongan límites claros al ejercicio del poder y establezcan controles permanentes a la acción de los gobernantes. Los elementos fundamentales son una separación de poderes real y un ejercicio eficaz de control mutuo; un sistema de representación con capacidad para exigir responsabilidades; métodos de selección adecuados para las personas que ocuparán cargos públicos; y una prensa independiente que ejerza una crítica objetiva y consistente del poder. 

El mecanismo de limitación fundamental es la separación de poderes, consistente en dividir las atribuciones entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial para evitar la concentración del poder. Es imprescindible que ninguno de estos tres poderes se imponga sobre los demás y que existan vías eficaces de vigilancia mutua, un juego de contrapesos donde cada uno tutele y frene a los otros dos si se exceden en sus atribuciones.

El poder legislativo o parlamento debe ejercer la representación de los ciudadanos y cada diputado ha de ser libre para votar en conciencia, actuar en nombre de sus electores y defender sus intereses. Para que esto sea posible, el ciudadano debe saber quién es su representante, poder vigilar su actuación en el Parlamento y renovar o retirar su confianza en función de sus acciones. 

«En España no existe un poder legislativo independiente. Las decisiones las toman las cúpulas de los partidos políticos, trasladándolas al Parlamento a través de la disciplina de voto»

Pero el sistema político también necesita métodos adecuados de selección, con el fin de que los cargos públicos recaigan en personas con suficiente formación, integridad y honradez. En consecuencia, antes de optar a cualquier cargo cada político debe someterse al escrutinio público. Y para que esta selección se lleve a cabo de forma eficaz, la prensa libre e independiente constituye la garantía de una información veraz con la que el votante tomará su decisión. 

Lamentablemente, el régimen político de 1978, apenas pudo garantizar alguno de estos requisitos. La separación de poderes, aun recogida formalmente en la Constitución, rápidamente desapareció en la práctica, los mecanismos de control del poder político no funcionaron de forma adecuada, el principio de representación se desvirtuó, los sistemas de selección de los políticos devinieron perversos y la prensa, lejos de ser libre e independiente, actuó como correa de transmisión del poder.

En España, es evidente que no existe un poder legislativo independiente. Las decisiones las toman las cúpulas de los partidos políticos, trasladándolas al Parlamento a través de la disciplina de voto. Los diputados se han convertido en unos aprieta-botones que votan según el dictado del jefe de su grupo, a menudo sin saber realmente lo que votan. Tampoco se cumple el principio de representación porque el elector no puede elegir a un representante individual sino validar listas cerradas, elaboradas por las direcciones de los partidos. 

En la práctica, los ciudadanos no pueden controlar a su representante porque no saben quién les representa exactamente en el parlamento nacional o autonómico. El diputado no se debe a los electores, sirve al jefe de su partido, que es quien le incluye en la lista. Este vicio del sistema de elección está en la raíz del deterioro del sistema político porque, en la práctica, el Parlamento refleja la voluntad de un puñado de nombres propios, los jefes y los llamado barones de los partidos, no la soberanía del pueblo.

Un régimen con estas características tiene un nombre: partitocracia. En él, los electores no deciden realmente quiénes ocuparán los escaños del parlamento y qué votarán, ambas cosas las deciden las cúpulas de los partidos. Pero el problema, lejos de acabar aquí, se agrava porque el Parlamento nombra a los integrantes de otras instituciones del Estado que deberían ser independientes. La larga sombra de los partidos acaba alcanzando a casi todos los órganos del sistema, manipulándolos e impidiendo que actúen de forma neutral. De ahí que sea muy fácil, por ejemplo, prever el voto de cada miembro del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional simplemente sabiendo qué partido político lo propuso.

«La lucha partidista desborda los límites del Estado y acaba extendiéndose y contaminando a buena parte de la sociedad a la que los partidos intentan controlar»

La partitocracia vacía en buena medida de contenido a las instituciones del Estado porque sus resoluciones han sido previamente adoptadas por la jefatura de los partidos. La separación de poderes desaparece porque el jefe del partido mayoritario o del que consiga articular una mayoría parlamentaria, generalmente también la cabeza del ejecutivo, puede controlar a instituciones que deberían ser independientes. Una dinámica que se reproduce, agravada, en los niveles autonómico y municipal. Ante la falta de vigilancia y contrapesos, la corrupción y los abusos de poder se generalizan sin freno.

La partitocracia también es la causa de selección perversa de los representantes y gobernantes ya que los criterios para ser diputado nacional o autonómico o concejal no guardan relación con la valía. El aspirante debe servir durante años en el partido y mostrar una inquebrantable y acrítica fidelidad al líder para que éste decida incluirlo en la lista electoral. Así se crea una casta de políticos que hacen del cargo su medio de vida, incluso su forma de vida, y cuyo principal objetivo es la permanencia en el poder. Los dirigentes acaban percibiendo el Estado como una extensión del partido, un maná de cargos y prebendas para repartir entre sus miembros. Sus decisiones atienden al beneficio propio, no al interés de los ciudadanos, y la discusión política refleja una lucha por el reparto del botín donde los debates de proyectos de futuro brillan por su ausencia.

En su fase de deterioro final, la lucha partidista desborda los límites del Estado y acaba extendiéndose y contaminando a buena parte de la sociedad a la que los partidos intentan controlar: sindicatos, asociaciones empresariales, asociaciones profesionales, fundaciones, intelectuales, periodistas, artistas… Los partidos proyectan todo tipo de subvenciones, ayudas y favores, un gasto clientelar masivo financiado con el dinero del contribuyente, para conseguir su apoyo o someterlas a su voluntad. Así, las organizaciones que deberían articular la sociedad civil tienden a alinearse con un partido político, perdiendo también su independencia y su utilidad. 

Esto es especialmente grave en el caso la prensa. Los gobernantes ejercen una fuerte influencia sobre los medios a través de subvenciones, publicidad institucional y concesiones administrativas, aunque, afortunadamente, las nuevas tecnologías han abierto ventanas de información más independientes que, como no podía ser de otra manera, el poder político trata de constreñir con nuevas regulaciones o, en el caso de los nuevos diarios digitales, con el caramelo envenenado de la publicidad institucional.

Ya en la Gran recesión, el sistema político español mostró con crudeza los altísimos costes de su profundo deterioro. Hoy, lejos de haber tomado las medidas necesarias, este deterioro ha alcanzado cotas inauditas, hasta el punto de que se ha constituido en una amenaza existencial para la democracia, la nación y la propia sociedad española. 

Hemos llegado a un punto, a la vista está, en el que su reforma del modelo político es tan importante como urgente. No se trata de plantear una disyuntiva reduccionista, como elegir entre el régimen del 78 o España, sino aprovechar el desafío institucional que encarna el actual presidente del Gobierno para constituir una verdadera alternativa reformista, seria y responsable. Una alternativa que, como el luchador de judo, use la fuerza del contrario a su favor. 

En definitiva, es imprescindible proyectar un movimiento político que se comprometa a llevar a cabo las reformas necesarias para promover una representación más directa de los ciudadanos, garantizar una separación de poderes efectiva, un sistema de selección de los políticos adecuado y establecer eficaces mecanismos de control del poder. Y, por supuesto, impida que un puñado de nombres propios dominen los medios de comunicación y las organizaciones de la sociedad civil. El futuro de España necesita bastante más que el relevo de unos gobernantes por otros: exige la superación del funesto sistema partitocrático. 

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