THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Juventud, encanto descarado...

«En la fotografía de Doisneau está, detenida en el tiempo, la juventud de todos y su esplendor. Ahí está lo que fuimos y lo que quisimos ser para siempre y no fuimos»

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Juventud, encanto descarado…

Atelier Robert Doisneau, 2016

Tengo una teoría improvisada —tan buena o mala como cualquier otra improvisación— en la que asocio la obra de un fotógrafo francés a las edades de la persona. Henri Lartigue sería el fotógrafo de la infancia y adolescencia y el descubrimiento de la vida. Robert Doisneau lo sería del esplendor de la juventud y su prolongación en el tiempo. Y Henri Cartier-Bresson, el impecable fotógrafo de la madurez. Como tengo otros fotógrafos favoritos, tengo más teorías improvisadas: algunas tratan sobre la naturaleza, otras sobre el erotismo, los interiores, los ritos, la muerte… pero ahora no vienen al caso.

Le baiser de l’Hôtel de Ville, de Doisneau es su foto más popular. En ella una pareja de jóvenes se besan al pasar junto a la terraza de un café parisino. Ambos son guapos, altos y elegantes. Ambos poseen el frescor animal de la juventud y ambos, también, son refinados en sus maneras. De andar, de besarse, de vivir la ciudad. ¿La ciudad?: al fondo, desdibujada se ve la silueta inconfundible del ayuntamiento de París. Fragmentos de coches que circulan. Otros transeúntes, más borrosos —como borrosa y desdibujada parece la vida de todos, salvo de la pareja que se besa, espléndida—. Hace cinco años que ha acabado la II Guerra Mundial y no hace ni seis, los uniformes grises de los alemanes paseaban por delante de ese café desde donde Robert Doisneau hizo la fotografía. También a los alemanes les gustaba mucho fotografiar París y André Zucca —que colaboró en la revista nazi Signal— nos los mostró en color, como mostró la atmósfera de su ciudad ocupada casi casi como si fuera una verbena de las fiestas de un quartier cualquiera.

Pero vuelvo a Robert Doisneau y su beso frente al Hôtel de Ville. Ahí está, detenida en el tiempo, la juventud de todos y su esplendor. Ahí está lo que fuimos y lo que quisimos ser para siempre y no fuimos. Pero está y permanece y una cierta sonrisa nos ilumina el rostro al verla, por mucho que se haya convertido en un souvenir y la cursi vulgaridad del mundo la asedie y use desde hace tanto tiempo. Importa poco: la imagen está a salvo, como la memoria y cada vez que la vemos, vemos en ella mucho más que París y automóviles y una terraza oculta y paseantes apresurados. Vemos la celebración de la vida.

Pero somos raros y desde el árbol de la ciencia, queremos saber, aunque nos cueste la alegría. Cuando en los 80 la foto tuvo un gran revival y estaba en todas partes, surgió la duda: ¿era una instantánea improvisada, un fragmento robado o un montaje calculado? Ahí supimos que ella se llamaba Françoise y él, Jacques, y ambos eran estudiantes de arte dramático y novios o amantes durante ocho meses, año 1950, de sus vidas. Doisneau los atrapó en el cénit de esa temporada tan breve como intensa, pues breves e intensos suelen ser los amores a los veinte años. La revista Life le había encargado un reportaje sobre los besos en París, asunto éste que no es ninguna tontería porque en las calles de París suceden dos cosas que no suceden de la misma manera en otras ciudades. Las parejas se besan como si sólo hubieran nacido para hacerlo y se fuma en las terrazas con una maravillosa delectación, pariente tanto del hedonismo como de la meditación contemplativa.

Pero el beso fotografiado, aunque no fue postizo —no hay beso postizo en París—, no era el beso que Doisneau hubiera fotografiado. Este había ocurrido minutos antes en el mismo sitio y Doisneau, al verlo, les pidió a sus protagonistas una repetición que aceptaron entre risas al explicarles el motivo. Y en este caso, segundas partes sí fueron buenas: ahí está, dando la vuelta al mundo desde hace décadas, el resultado.

La pareja acabó deshaciéndose —ya lo hemos dicho— y ella, que se dedicó varios años al teatro, acabó casándose con Alain Bornet, lo que la llevó a apellidarse Bornet también. Nunca he sabido su apellido de soltera. Tampoco lo que fue de él, el elegante y un leve punto canalla Jacques. Con los años, Françoise Bornet quiso sacar tajada del uso comercial de su imagen y reclamó sus derechos. No tuvo éxito: se alegó que su rostro quedaba medio oculto por el de él y que por tanto… No entendí la resolución judicial, tan literal. Se podría haber argumentado que la Françoise de la fotografía ya no existía en la Françoise Bornet que reclamaba un dinero por derechos de imagen. Nada quedaba de aquella imagen salvo la memoria y la fortuna de haber sido salvada, esa memoria, por la revista Life y el gran Robert Doisneau, treinta años atrás.

El día de Navidad murió en Evreux, Normandía, donde vivía, Françoise Bornet. Tenía 93 años y una vida, parece en el rostro de esos últimos años, bastante feliz. El azar quiso que el Ayuntamiento de Evreux esté inspirado —o tenga un aire— en el Ayuntamiento de París.  

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