Diversidad, equidad y el caballo de Troya
«Pero, al final del día, ¿qué sociedad quieren ustedes construir? ¿La robótica o la libre? ¿La igualitaria o la meritocrática?»
Hay ciertos términos que se ponen de moda y son invocados a diestro y siniestro como una especie de mantra. Suelen tener un significado difuso y vago. Todo el mundo los usa, sólo algunos saben definirlos y pocos, muy pocos entienden las implicaciones que conllevan. En los últimos años, sin duda dos de esos términos son los de diversidad y equidad, dos caras de una misma moneda.
Como muchas de las tendencias que se vuelven populares, estos términos suenan bien y encierran parte de verdad. ¿Quién está en contra de la diversidad? ¿Quién quiere un mundo excluyente o dividido? Nadie sensato, por lo general. Pero, de la misma manera, como muchas de estas tendencias, bajo esa parte de verdad se esconden modernos caballos de Troya que vienen a atacar nuestra civilización desde dentro.
Porque ¿qué quieren decir en la práctica actual esas apelaciones? Normalmente, cuando alguien habla de que una organización, profesión o lo que sea, no es suficientemente «diversa» quieren decir que no hay suficientes mujeres, homosexuales u otro tipo de minoría representada. Y cuando se pregunta a alguien que qué significa «equidad», solo hablan de «igualdad». Pero, claro, ya que existen dos palabras y se usan diferenciadamente, será que significan algo distinto, ¿no? La realidad es que, en la práctica, por «equidad» quieren decir «igualdad de resultado». Es fácil comprobarlo porque, aunque nadie lo admita, siempre que se aplican políticas «de equidad» se enfocan en igualar resultados.
Los activistas de la equidad piensan que la distribución de recursos, estatus, posiciones de poder o riqueza debe representar a ciertos colectivos de una sociedad y, si no es así, es que existe una discriminación que debe ser corregida. Por ejemplo, si en determinada profesión no hay exactamente un 50% de mujeres y hombres, es que no es «diversa» y debe corregirse para que sea «equitativa». Si no hay el porcentaje exacto de minorías representadas en un evento, debe ser corregido. Si hay algunos pocos que son mucho más ricos que la mayoría, se debe redistribuir en nombre de la equidad. Y así con todo.
Hay varias ideas subyacentes a esta visión. Para empezar, queda claro el sesgo colectivista de estos igualitaristas, que sólo son capaces de ver a la sociedad como grupos identitarios enfrentados: hombres contra mujeres, blancos contra negros, ricos contra pobres. Todo características inmutables, accesorias, grupales, que nada tienen que ver con qué puede aportar cada cual, quién es de verdad cada persona, su carácter, su talento, sus ideas, su pensamiento. De hecho, la diversidad de pensamiento, que es la verdadera diversidad, siempre está convenientemente ausente. Estos activistas quieren a mitad mujer y hombres, mitad heteros y mitad homosexuales, pero que todos, toditos piensen igual.
Lo más llamativo de esta visión de la diversidad/equidad es su premisa. Este enfoque asume que toda desigualdad de resultados implica necesariamente una discriminación previa. Es decir, por ejemplo, si en Google no hay exactamente el mismo número de ingenieros que de ingenieras, está claro que hay una discriminación social que expulsa a las mujeres de esa carrera. Google no es «diversa» y hay que trabajar porque sea un lugar «equitativo», normalmente imponiendo cuotas.
«Y hablando en puros términos de justicia: ¿es acaso justo que todos la riqueza, el estatus o las posiciones de poder estén equitativamente distribuidos?»
El principal problema de este enfoque es que ignora factores complejos que contribuyen a las diferencias en los resultados. En nuestras sociedades, las cosas no se dividen de una manera robóticamente igualitaria, sino que surgen diferencias conforme cada cual (hombre o mujer, hetero o gay, mayoría o minoría) decida qué quiere hacer, qué le interesa, qué aspecto de su vida prioriza, qué capacidades tiene o qué esfuerzo dedica.
Por ejemplo, en la NBA hay una desproporcionada mayoría negra y una radical minoría de asiáticos o judíos, y a nadie se le ocurre pensar que esta liga deportiva ha, conscientemente, elaborado un malvado plan para discriminar a esos colectivos. Quizá sea que, por lo general, los jugadores negros son más hábiles y les gusta más el baloncesto. ¿Debemos lanzar una campaña para «diversificar» la NBA?
De igual manera, sociológicamente, está bien documentado que la mayor diferencia estadística entre hombres y mujeres es sobre intereses: es más típico que a los hombres les guste lidiar con cosas y a las mujeres les guste lidiar con personas. No debería sorprender, entonces, que haya mayor proporción de hombres ingenieros y mayor proporción de mujeres enfermeras.
Aunque en ambos casos hay una disparidad en los resultados, no se deben a ninguna discriminación que necesite ser corregida en nombre de la equidad. ¿Y es acaso esto malo? ¿Es malo seleccionar a la gente en base a su talento, o dejarles elegir con libertad qué quieren hacer con su vida? Obviamente no, pero si solo miramos los problemas bajo la lupa de la equidad, perdemos de vista todo un mundo de explicaciones relevantes. Cuando sólo buscamos la diversidad porque sí, podemos quebrantar otros principios que ordenan nuestra sociedad, como la libertad o el mérito.
Y hablando ya en puros términos de justicia: ¿es acaso justo que todos los resultados, la riqueza, el estatus o las posiciones de poder estén equitativamente distribuidos? ¿Por qué debería yo tener la misma riqueza que Amancio Ortega? Yo no he creado algo que beneficia a millones de consumidores del mundo. Tampoco tengo derecho a ser el delantero centro del Real Madrid, ni a haber ganado los mismos campeonatos de Roland Garros que Rafa Nadal, puesto que ni tengo el talento ni he hecho el esfuerzo para ser un atleta de élite. O, por qué no decirlo, tampoco tengo derecho a tener un chalé con piscina en Galapagar, sólo por el hecho de que otros sí lo tengan.
A veces da la sensación de que los activistas de la equidad quieren institucionalizar la envidia y asegurar que, si ellos no pueden tener algo, los que sí lo hayan logrado deban repartirlo forzosamente. Y ese reparto, por supuesto, siempre será en nombre de la «diversidad».
«La realidad es que, para lograr una igualdad de resultados artificial, habría que invertir los valores que ordenan nuestra civilización»
Por desgracia, estas ideas equivocadas de diversidad/equidad están ganando impulso en nuestras sociedades. En California, se aprobó una ley para asegurar que todas las compañías públicas basadas en el Estado incluyeran en sus consejos a «minorías infrarrepresentadas». No a personas capacitadas, con experiencia en el sector, honradas y de probada valía. No. A minorías LGBTI, trans, los nativos de Alaska o Hawái, y otros colectivos identitarios elegidos al azar. United Airlines anunció hace un par de años que pretendía que el 50% de sus pilotos fuesen mujeres o personas de color. No sé yo, pero quizás la pericia al pilotar pueda ser también uno de sus requisitos, y no sólo cumplir una cuota artificial. ¿Qué pasa si no se presentan suficientes personas negras a las pruebas de piloto? ¿Les darán trabajo a todos los que estén, aunque no sepan pilotar, para llegar a ese 50%? Algo similar pasa con los Oscar, que han incluido criterios de diversidad para poder optar a las estatuillas. «El Padrino» se hubiese quedado con la miel en los labios, porque no tendría suficientes personas negras u homosexuales representadas… Estas mismas tendencias están triunfando en Europa y en España.
La realidad es que, para lograr una igualdad de resultados artificial, habría que invertir los valores que ordenan nuestra civilización. Podemos premiar características identitarias como el sexo, la raza o la orientación sexual, o podemos premiar la habilidad, el talento o el carácter. Podemos seguir dividiendo a la sociedad por colectivos enfrentados, o podemos ver a personas, cada una única y con mucho que ofrecer. Podemos buscar – que nunca alcanzar- una distribución igualitaria y artificial; o podemos aspirar a una sociedad donde cada persona pueda decidir la vida que quiere vivir, y tenga la oportunidad de intentar hacerla realidad, sin importar si el resultado final es robóticamente igualitario.
Este esquema no siempre funciona todo lo bien que debiera, y hay ocasiones en las que algunos grupos sí han tenido quejas legítimas, es cierto. Pero, al final del día, ¿qué sociedad quieren ustedes construir? ¿La robótica o la libre? ¿La igualitaria o la meritocrática?