Una democracia sin objeto
«Si una democracia consiste en el control del gobierno, de los políticos más en general, por el pueblo, no andamos lejos de un sistema casi perfecto de control del personal por parte de los políticos, es decir de una democracia vuelta del revés»
En 1980, bastante antes de que nadie pudiese acusar a las redes sociales de tanta desgracia, Isaac Asimov describió el culto a la ignorancia que existía en los Estados Unidos alimentado por la falsa noción de que democracia significa que «mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento». Cabría ir bastante más atrás, bastaría con mencionar a Ortega que, a su vez, analizó el fenómeno de la rebelión de las masas como algo ya muy solidificado hace casi cien años.
Sería difícil encontrar a alguien que afirmase que esa situación no ha parado de mejorar y también es absurdo imaginar que las consecuencias de todo ello no resulten demoledoras en política, de forma que tal vez estemos viviendo la explosión de un proceso acumulativo de malentendidos y falsas promesas.
Basta con pensar que las palabras nos sirven para dos cosas básicas y muy contrarias, para comunicarnos, para decir algo con verdad, pero también para mentir. Los políticos, unos más que otros, pero casi todos bastante, usan las palabras como los trileros mueven sus cubiletes, ocultando dónde está la bola. ¿Por qué lo hacen? Es evidente que algo ganan con engañarnos, pero también lo es que los engaños tienden a desvanecerse, o eso pensamos los optimistas.
La tendencia de los embustes es, sin embargo, la de crecer y multiplicarse. Un embuste aceptado da lugar a que otros muchos puedan encontrar asiento y hay miles de procedimientos muy eficaces para hacer que ese edificio de falsedades, que se constituyen en auténticos templos de ignorancia, pueda crecer al abrigo de miradas impertinentes. El medio más importante para conseguirlo es el que los políticos llaman, sin el menor pudor el «relato», prestar la atención a lo que nos cuentan, seguir a pies juntillas el argumentario de la Moncloa, o el de Génova, que tanto da para el caso.
Mientras una parte importante del público siga embelesado el relato de la polarización, el guion que nos lleva de la «derogación» al «gobierno de progreso» o de los pellets de plástico galaico al supuesto sofoco de Sánchez porque se la haya ido la mano cediendo, nos vemos fuertemente invitados a dejar de pensar por nuestra cuenta, a olvidarnos de asuntos de mayor enjundia. Es pasmoso, por ejemplo, que nadie haya propuesto una comisión independiente para estudiar cómo se gestionó la pandemia, que no es precisamente un asunto menor, o qué pasa con la economía española que, a base de progresar incesantemente, según explica el Gobierno, está perdiendo puestos en Europa a una velocidad que asusta. ¿Por qué no se hace?
La respuesta es que a los políticos no les interesan esas revisiones porque les resultaría difícil zafarse de la parte de responsabilidad que les toca. El resultado es que, si una democracia consiste en el control del gobierno, de los políticos más en general, por el pueblo, no andamos lejos de un sistema casi perfecto de control del personal por parte de los políticos, es decir de una democracia vuelta del revés en la que la Constitución, por ejemplo, pueda decir lo que nunca habría dicho si se respetase mínimamente.
«Las mentiras bien hormigonadas de la izquierda han sido capaces de hacer preferible la continuidad de Sánchez al asentamiento de Feijóo»
El resultado es que tenemos un Estado cada vez más caro, que gasta lo que no tiene y paga con más deuda hasta los intereses de la deuda previa y que está llegando, en su pasmosa ineficiencia e irresponsabilidad, a recaudar menos cobrando cada vez más, como lo mostró aquí el reciente artículo de Rotellar. Siempre me ha parecido una enorme paradoja que los españoles, que, en general, somos tan altruistas con hijos y nietos los estemos cargando con una deuda pública inasumible que, con seguridad, les complicará mucho la vida, porque el carácter inocuo del déficit y de la deuda es una de esas mentiras bien asentadas de las que ya nadie duda.
Escribió Antonio Machado que por falta de fantasía se miente más de la cuenta, que también la verdad se inventa, claro es que habría que recordar que inventar significa lo mismo que encontrar y que es imposible encontrar lo que no se busca. Eso nos pasa, que no buscamos nada, que nos conformamos con facilidad creciente con la dieta informativa que establecen los políticos y que secundan con perruna fidelidad los que se tiene por grandes medios.
Acabo de leer, por ejemplo, que Feijóo se propone patearse España para mostrar a todos que él comparte su general indignación. No dudo que haya motivos para cabrearse en serio con el Gobierno, pero no tengo tan claro que esa indignación de la que habla el líder del PP sea un estado de ánimo tan general, entre otras cosas porque las mentiras bien hormigonadas de la izquierda han sido capaces de hacer preferible la continuidad de Sánchez al asentamiento de Feijóo. Miedo me da, incluso, que mucha gente acabe creyendo que lo que pretende el PP es que le compren su indignación, esta sí indudable.
Luchar contra bien trabados muros de mentiras exige mucho pico y mucha pala, pero, sobre todo, requiere de un programa capaz de disolver las mentiras políticas bien compradas por una mayoría pequeña, pero mayor que su contraria. Cabe que los excesos de Sánchez acaben como en el chiste de los ladrones y el mudo de la banda al que querían privar de su parte del botín porque suponían que no se enteraba, lo que le obligó a alzar la voz para quejarse del reparto abusivo. La analogía con el chiste permite subrayar que si los triles de Sánchez no fueron motivo suficiente para investir a Feijóo, resulte arriesgado suponer que sucesivas fechorías, inanes hasta el momento, acaben por servir para derogar a Sánchez en un futuro más o menos inmediato… aunque no se altere ni una coma en el relato del PP.
Se supone que la democracia que recibió el apoyo entusiasta de los españoles durante la transición debiera servir para algo más que para legitimar el sistema de gobierno. Desde 2006, como poco, nuestra democracia está teniendo un rendimiento muy deficiente, porque lejos de que la sociedad española consiga progresar económicamente vamos en la dirección contraria. La izquierda consigue ocultar esta pérdida tan grave con supuestos avances que muchas veces no son sino magia verbal, como pasar, el ejemplo es muy reciente, de disminuidos a personas con discapacidades en el texto constitucional no sin antes añadir que se garantiza a todos ellos la plena autonomía personal (¿habremos obrado un milagro?), si bien se aclara que se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores, una pura maravilla, la igualdad sigue progresando.
Frente a tanta moralina con palabras gastadas pero que circulan, alguien debería asumir la obligación de proponer novedades contantes y sonantes, de decir cómo se puede recuperar la senda de crecimiento con progresos reales e inequívocos y explicarnos cómo lo piensan hacer, sin que tengamos que conformarnos con una democracia que parece haberse quedado sin otro objeto que investir a alguien para que tenga la oportunidad de disimular su incompetencia y así hasta que acabemos por hartarnos de verdad.