Porno, feminismo y menores
«Debe corresponder a los padres instruir y advertir a sus hijos de los peligros de los excesos, y de que hay formas groseras y exquisitas de vivir la sexualidad»
Recuerdo que hará algunos años, bastantes, demasiados ya, en el fragor de las discusiones sobre la pornografía a raíz de los trabajos de Catherine MacKinnon —la icónica feminista estadounidense— una compañera de mi departamento insistía en sostener que la mejor prueba de que la pornografía normalizaba la violencia y dominación de los hombres sobre las mujeres era que en las escenas en las que se mostraba una felación ella siempre estaba de rodillas. «¿Siempre?», le preguntó otro querido compañero.
Por supuesto mi compañera no había visto porno, o no el suficiente (¿cómo se exhiben las felaciones entre varones en el porno gay?, por ejemplo), o simplemente escogía de manera deshonesta las escenas que confirmaban su conjetura: un cherry-picking de manual. Fue el inicio de mis desencuentros y desesperos con el feminismo, ahora ya certificable como mainstream en la academia y fuera de ella. Un feminismo que empecé a sospechar —y ahora he corroborado con evidencias abundantes— bien antifeminista si se me permite el retruécano, aunque aún quedan feministas liberales que ejercen una sana y valiente resistencia.
Ahora cojamos ese toro por los cuernos. Concedamos incluso más: tomemos la representación sadomasoquista donde no hay ambigüedad posible. ¿Genera violencia real en quienes abusan de ese tipo de pornografía? ¿Existe una relación de causalidad contrastada entre el porno y la agresión sexual, ya saben, el mantra «el porno es la teoría, la violación la práctica»? ¿También en el porno gay o lésbico? Y si en ese ámbito no lo es, ¿qué lo explica? ¿O sencillamente esa vinculación causal tiene que darse solo en el caso de las relaciones heterosexuales para que así el castillo de naipes ideológico se mantenga incólume?
La cuestión es central porque el daño de la pornografía medido en riesgo de agresión sexual puede ser un obvio contrapeso al ejercicio de libertades muy básicas —de expresión o artística, etc.— que fundamentan el derecho a producir, exhibir, distribuir o consumir pornografía. En un muy viejo artículo publicado en 1986 los sociólogos canadienses Augustine Brannigan y Sheldon Goldenberg ya se hicieron eco de las colosales dificultades que la ciencia social encuentra para probar esa vinculación. Lo hicieron a propósito de un caso en Canadá en el que los tribunales acudían a dicho perjuicio —como han hecho no pocos legisladores— para justificar la aplicación de las leyes «anti-obscenidad». De acuerdo con los jueces canadienses, la pornografía era causante de que los varones fueran sexualmente más agresivos contra las mujeres, más tolerantes a las agresiones sexuales de otros varones, más crueles con las mujeres en el nivel personal y menos receptivos a sus legítimas demandas de mayor igualdad y respeto.
Ya entonces se había comprobado que la eliminación de la censura a los contenidos sexualmente explícitos en Alemania del Este y Dinamarca a principio de la década de los 70 no se había acompañado de una mayor frecuencia de violaciones, y, de hecho, otro tipo de agresiones sexuales habían disminuido. Al tiempo, ciudades como Atlanta, en las que la pornografía brillaba por su ausencia, mantenían su liderazgo en la tasa de violaciones. La evidencia en experimentos desarrollados en laboratorio tampoco es concluyente pues las reacciones que se pueden comprobar tras la exposición a la pornografía no son stricto sensu agresiones sexuales. Estudios más recientes tampoco han sido capaces de mostrar concluyentemente el peso del factor pornografía como causa contribuyente de esa forma de violencia sexual, ni su carácter adictivo o causante de la disfunción eréctil. La inquietante pregunta, suscitada por Alan Soble, es si, como en otras disputas, la ciencia social puede efectivamente llegar a demostrar el dogma de la relación de causalidad pornografía-agresión sexual de modo objetivamente pulcro.
«¿Es ese el problema del porno para los menores, que les facilita o incita a la masturbación?»
La cuestión es por tanto finalmente normativa, de moralidad sexual. Si convenimos en que, habiendo una pluralidad legítima de visiones sobre la sexualidad, el consentimiento es la frontera que demarca lo prohibido de lo permisible, de la misma manera que para satisfacer la necesidad de la ingesta de calorías hay menús para todos los gustos: ¿por qué exactamente hay que procurar que los menores no estén expuestos a la pornografía? ¿O será que, por seguir con la analogía gastronómica, se trata de que aprendan a comer —estén expuestos al sexo explícito— pero a «comer sano»? ¿Y si se tratase no sólo de comer sano, sino también, o sobre todo, de preservar o fomentar una cierta conciencia moral a la hora de alimentarse que impida, por ejemplo, una dieta carnívora que se basa en la explotación cruel de los animales? ¿Debe el poder público fomentar o promover el veganismo entre los menores? ¿O un conjunto de prácticas sexuales pero no otras, por ejemplo, sí las tendentes a la reproducción o las que se desarrollan con fidelidad o amor, pero no el sexo casual? ¿O creemos que esta es más bien una cuestión sobre la que los padres deben ser soberanos?
Las que podríamos denominar claras perversiones sexuales que deben en todo caso restringirse a los menores o prohibirse, incluso severamente, a todos, esto es, la zoofilia o la pedofilia, lo son porque se desvían de un patrón que hace identificable el apetito o impulso sexual: sentirnos excitados por el deseo sexual que provocamos en otros. Este mutuo apercibimiento de ser para el otro a la vez sujeto y objeto de excitación sexual hace de la relación sexual una forma especial de comunicación; el modo, de acuerdo con Thomas Nagel, de tener relaciones sexuales «correctas» o «apropiadas». ¿Pero qué hacemos con esas satisfacciones sexuales que son precisamente actos solitarios, el onanismo mismo alimentado por la pornografía? ¿Es ese el problema del porno para los menores, que les facilita o incita a la masturbación? Estaríamos entonces ante una forma inasumible de puritanismo y totalitarismo estatal como han argüido Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón.
A diferencia de ese mundo de ayer, o anteayer, al que me refería al inicio, el consumo de pornografía hoy se ha alterado de modo radical, al compás de la instantaneidad y accesibilidad que impera en esta sociedad nuestra de la multi-satisfacción digital. Cualquiera que, con cierto atrevimiento y quizá tapándose la nariz y entrecerrando los ojos, se asome a alguna de las plataformas al uso donde se almacenan millones de clips —las películas porno con algún tipo de argumento son el reducto de nostálgicos o modernos con afán vintage— comprobará que la paleta de opciones es exuberante, plena de acrónimos y sintagmas inextricables.
«Sería ingenuo pensar que tal hipermercado virtual del orgasmo fácil no va a alterar nuestros mores sexuales»
Sería ingenuo pensar que tal hipermercado virtual del orgasmo fácil —masculino y femenino— no va a alterar —para bien y para mal— nuestros mores sexuales, de la misma manera que, si bien a menor escala, lo hizo el Kamasutra y lo hará aun con mayor radicalidad la irrupción de robots o androides sexuales; como está alterando la institución familiar desde 1978 el desarrollo de la reproducción humana asistida. De hecho, bajo una perspectiva feminista que condena la mercantilización del cuerpo de las mujeres que supone la prostitución, la pornografía y el sexo virtual o robótico deberían ser opciones celebradas y alentadas. Y, desde una perspectiva, digamos, humanista, también la pornografía para pedófilos, o incluso los muñecos o robots aniñados si con eso se mitigan sus muchos problemas mentales asociados a dicha parafilia.
Y claro, en una sociedad presuntamente liberal como la nuestra, debe corresponder a los padres instruir y advertir a sus hijos de los peligros de los excesos, y, cómo no, de que hay formas groseras y exquisitas de vivir la sexualidad, siendo la sorpresa por lo imprevisto e imprevisible uno de los refinamientos que más contribuyen al goce. Quizá por eso saberlo todo, sin contexto alguno, de pronto y demasiado pronto, sea el mejor argumento que justifique el intento de poner barreras al campo.