THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Carne ácrata

«Fernando Savater exhibe en su nuevo libro su más inesperada e impúdica arista: la resurrección de la carne, sí, de ese apéndice carnal que le vuelve a gobernar»

Opinión
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Carne ácrata

Ilustración de Alejandra Svriz.

«Por dentro, en su ánimo, los animales son tan lógicos y pragmáticos como Peter Singer o cualquier otro pensador anglosajón». 

Es una perla fina, entre las muchas que Fernando Savater vierte en Carne gobernada. Hay para un buen collar en este texto –algunas propias, otras ajenas, combinadas como pocos hacen con su maestría-, un escrito que se bucea como uno de esos corales de la submarina, monstruosa imaginación savateriana. Carne gobernada se disfruta sin pausa – olvídense de la espuma del chisme fácil-, se deglute incluso como imagino devoraba él el plato asturiano que da nombre al título de su libro: como uno de esos tiburones a los que teme fascinado. 

Savater, como algunas estrellas del rock o del toreo, lleva tiempo en retirada, exprimiéndose el corazón, cartografiando el territorio de su patria infantil, destilando la amargura por la pérdida del ser más querido y haciéndonos catar de ese vino de aquellos días y sus rosas. Ahora, además, exhibe su más inesperada e impúdica arista: la resurrección de la carne, sí, de ese apéndice carnal ingobernable que le vuelve a gobernar placenteramente (y con este destripe ya tienen para ir abriendo boca). De todo ello, ahora también, saca el rédito filosófico acostumbrado: no la cosmovisión, la gran teoría o el sistema, sino algo que, a mí, como a tantos, nos cautiva tanto o más cuando leemos su obra: dar que pensar y, en el tránsito, destronar santones del pensamiento a favor de la corriente y decantar las esencias de algunas ideas valiosas que figuran en nuestro imaginario político y cívico. Huelan esta muestra de «eau de socialdemocracia» y díganme si no perciben los muchos matices y reminiscencias que encierra: «Admiro mucho a esos hombres (y mujeres, claro) que como suele decirse ‘se han hecho a sí mismos’, pero los prefiero cuando además han ayudado a que no se deshagan los demás». 

«Estas páginas están escritas en elogio del tiempo medido en suspiros…» afirma en algún momento. Y se leen en elogio de una razón medida en arrebatos, dice modestamente este su lector, el impulso de quien se supo siempre mortal, pero tiene ahora la certidumbre de que ha sonado el telefonillo y no puede ser sino la Parca (en la desternillante recolección que hace de su episodio de desvarío por una legionela parece que la Segadora se equivocó de piso esta vez). Y no solo porque ya haya visto su fake esquela en un periódico – fake hasta nueva orden, claro- sino porque el mundo, su mundo, le abandona. También aquello que no puede ser más suyo, esa mano que cual Roquentin pero sin náuseas escudriña y que ahora se le aparece como un «familiar archipiélago sin manchas», que le evoca la impresión que antaño le produjo la de su padre a una edad parecida.

En La vida eterna (2007) Savater aún abrazaba una esperanza spinoziana: «La vida es transitoria, pero quien ha vivido, vivió para siempre. Y por medio de nuestra comprensión intelectual de lo que no depende del tiempo, hemos atisbado una ráfaga de lo que puede llamarse ‘eternidad’». «Paparruchas», podemos intuirle exclamar ahora en esas páginas donde nos muestra su desnuda y honesta «(des)consolación filosófica». Comer (incluso mala tortilla de patata), beber (güisqui), amar (a K y a toda la que se le proponga) podría ser la síntesis, como en el título de la película de Ang Lee. 

«Concluye uno el libro con ojos aguados tras leer una cita de Simone Weil, vindicación del pasado y sus legados»

Concluye uno el libro, les confieso, con ojos aguados tras leer la cita de Simone Weil del ensayo Echar raíces (1943), una vindicación en toda regla del pasado y sus legados. Es sorprendente –o quizá no tanto- que Savater haya recalado en este texto en el que Weil proclama la prioridad de los deberes frente a los derechos y la importancia de los lazos comunitarios y de la nación como garantía de esa conexión entre el pasado y el futuro a través del presente. Y es que, en otros momentos, cuando tocó enfrentar por tierra, mar y aire al nacionalismo – una empresa en la que literalmente se ha jugado la vida y que nunca le agradeceremos bastante- Savater tiró más bien de aquello de George Steiner en Errata. Examen de una vida; nuestra condición no vegetal sino migrante: «Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados».

Pero no, aunque muchos estarán inclinados a pensar que nos hallamos ante un nuevo donde dije digo de este Savater supuestamente traicionero, quiero pensar que Weil no viene al guiso para sublimar el terruño y las raíces, sino que esa «savia de los tesoros heredados del pasado» con la que, según ella, satisfacemos las necesidades del alma humana, es lo más líquido e ingobernable, el mar donde bracear, la imaginación y el recuerdo donde habitar cuando ya va tocando «volver a la Concha». 

Y sí, ya sé que, como a Woody Allen, no le será consuelo saber que su carne será savia de generaciones futuras en forma de texto; que él, como Allen, preferiría seguir viviendo en su apartamento donostiarra, pero ¡qué remedio! y, quizá, ¡qué aburrimiento la alternativa eterna y no terrena!

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