El odio machista o que no te creas un personaje femenino
«Constatado que su ideología no consigue cambiar la realidad, el guionista ‘woke’ opta por cambiar la ficción para que refleje una realidad que no existe»
Amigo y desocupado lector, un mandamiento te traigo: te tiene que gustar à outrance la ficción televisiva donde las mujeres sean las protagonistas de todo lo que asome a la pantalla, aun cuando precisamente su calidad se resienta por la inadecuación de la intérprete a la credibilidad del personaje, so pena de entrar en la categoría del irredimible casposo con palillo en la comisura de la boca. Lo tiene prescrito el clérigo de moda de la nueva revista femenina llamada El País, catecismo del feminismo cultural en suelo patrio respecto de las críticas al mujerizado True Detective.
Partiendo de la fatwa dictada, me viene a la cabeza otra serie que hay en cartel en una plataforma de esas (que debe por cierto haber costado la hueva en explosiones —reales o de posproducción—, que los frikis esos de los efectos digitales salen más caros que hacer entero de piedra escala 1/1 el circo romano de Spartacus, con lo que no se advierte el ahorro), decía que, en la serie de marras, desempeña un papel protagonista una mujer, espía infiltrada nada menos que en Afganistán y cuyo fenotipo vendría a identificarse con la quintaesencia de un WASP nacido en Nueva Jersey de bisabuelos escoceses. Pero quietos ahí, que el tirabuzón narrativo para las tragaderas del espectador no termina ahí: la arrojada y despiadada jefa de la WASP es una afroamericana con tan viril mala leche que a su lado resultaría no binario el mismísimo Sargento de Hierro.
Que digo yo que podían haber respetado un poco la suspicacia (ya no digo la inteligencia ni la experiencia viajera) del espectador, y, antes que a la barbie, haber puesto a la chica «racializada» fungiendo de distraída paseante con hiyab por Kandahar. Pero no, han puesto a la rubia haciendo de fan de la sharía comiendo arroz con borrego en compañía de insospechados tolerantes barbudos. Y es que, hacer lo contrario —poner a la rubia al mando— hubiera supuesto la quiebra de otro mandamiento ideológico mainstream: que una blanca mande sobre una negra en la CIA, con el black lives matter que está cayendo.
A estas alturas de columna estarán las meninges de algunos echando mano del literalismo, ese mal del momento disolvente de la inteligencia: «oiga, si se llama ‘ficción televisiva’ de qué se queja: una podrá ser rubia y la otra gris perla, que para eso es ficción». Pero vamos a ver, que yo no le exijo a Bulgákov que Behemot por ser un gato no hable; que lo que me mosquea es que con el vehículo de la ficción me quieran colar el engrudo ideológico del momento; que, en este caso, tiene también lo suyo: porque no veo qué de bien le hace a la sociedad ni a la igualdad de las mujeres que las niñas ni las niñas negras siquiera, por imitación de las que salen por la TV, quieran convertirse en jefas de la CIA en operaciones encubiertas, ordenando o cometiendo ejecuciones extrajudiciales off shore, que suele ser el negociado a que se dedica este tipo de funcionarios.
Me recuerda esto aquel impagable titular de la revista femenina arriba citada, que, hablando de una terrorista juzgada in absentia por los atentados de París, denunciaba «el papel infravalorado de las mujeres en el terrorismo yihadista». Joder con el techo de cristal: alguno convendría dejar sin romper, digo yo.
«Stalin consideraba la novela, la poesía y el teatro instrumentos de propaganda»
Esto de los creadores —televisivos, teatrales, literarios, cinematográficos— militantes y obedientes a los dictados políticos del momento, intelectuales orgánicos se decía antes, evoca a veces a Peredélkino. Se conoce que Stalin, como artista que fue, consideraba la novela, la poesía y el teatro —los Netflix de la época—instrumentos de propaganda que conducirían a las masas hasta el socialismo («la producción de almas es más importante que la producción de tanques…» dijo una vez), le preguntó un día a Gorki cómo vivían sus homólogos literatos en Occidente. Como Gorki respondió que los escritores vivían en casas de campo, Stalin mandó construir Peredélkino, una colonia levantada entre pinos a las afueras de Moscú para premiar a los escritores más destacados de la URSS, que podían así huir de sus lúgubres pisos de ciudad pudiendo crear en libertad.
Pasternak sin ir más lejos negoció en la verja de su dacha de Peredélkino con D’Angelo, el enviado de Feltrinelli, el sacar envuelto en periódicos su manuscrito de El Doctor Zhivago. El comunismo de la Guerra Fría se tomaba muy en serio la cultura. En el Festival de Cannes de 1951, por ejemplo, no hubo representación de la industria cinematográfica estadounidense, mientras que los rusos enviaron a su viceministro de cine y a su prestigioso director Vsévolod Pudovkin. Los informes de inteligencia recibidos en Washington decían que los Estados Unidos había «hecho el tonto» en Cannes.
Pero pronto el bloque liderado por los Estados Unidos, en su condición de aliado de Europa contra la URSS, empezó también a usar el cine como arma de propaganda, promocionando los valores del american way of life entre los europeos frente al «horror del comunismo». Como declaró un magnate de la 20th Century Fox, «Constituye una responsabilidad solemne de nuestra industria el aumentar la circulación de películas a lo largo del mundo libre…, la industria cinematográfica es el Plan Marshall de las ideas».
Y así seguimos hoy en día, aunque el guionista woke hollywoodense es más modesto en sus aspiraciones, y constatado que la puesta en práctica de su ideología no consigue cambiar la realidad, opta por cambiar la ficción para que refleje una realidad que no existe, empresa que se le antoja más factible. Y por eso una rubia a las órdenes de una negra se come un borrego con la mano izquierda (!) delante de unos talibanes y nosotros nos lo tenemos que tragar todo sin mentar la calidad del producto so pena de caer en el odio machista y racista.