El insoportable silencio de los militantes
«Los partidos se han convertido en plataformas de adheridos para aplaudir las decisiones del líder y esperar que se les asigne un cargo que hacen su profesión»
El gran obstáculo al buen funcionamiento de la democracia son los partidos políticos. En este diagnóstico hay una amplia coincidencia. Sin embargo, no le sabemos encontrar una solución satisfactoria. Y alguna de las últimas innovaciones, me refiero naturalmente a las denominadas «primarias», no han hecho más que empeorar las cosas.
En el plano de los principios también hay un acuerdo amplio, incluso total: sin partidos no hay democracia, es algo indiscutible. Su función está bien definida en el primer inciso del art. 6 de la Constitución: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Ahí encontramos muchos elementos sin los cuáles no existe la democracia: pluralismo político, voluntad popular y participación política.
El problema es ¿qué tipo de partidos? Dicho artículo de la Constitución, en su último inciso, sólo nos suministra un rasgo muy genérico: «Su estructura y funcionamiento deberán ser democráticos». Ahí está el meollo de la cuestión y es lo que no sabemos resolver: qué es ser democráticos.
Sólo muy vagamente podemos intuirlo acudiendo al significado de las funciones antes dichas: pluralismo, voluntad popular y participación. El pluralismo es una condición de la democracia y no ofrece problemas más allá de que se reconozca y se permita de forma razonable: en ese aspecto el tipo de sistema electoral es básico.
Los otros dos elementos podrían reducirse a uno: concurrencia de los partidos a la voluntad popular como instrumento de la participación política. Es decir, el mal funcionamiento de los partidos dificulta o impide la participación política y, sin ella, no hay Estado democrático porque dicha participación es un elemento esencial.
«Quizá deberían participar en la elaboración de las listas los simpatizantes, aquellos que en ningún caso aspiran a un cargo pero son firmes partidarios de que su partido gane las elecciones»
Hemos avanzado algo pero no hemos encontrado la solución. Ya hemos advertido que la misma no es fácil y, añadimos ahora que solucionar la cuestión al cien por cien resulta imposible. Pero al menos debemos tener la ambición, que no es poca, de intentar mejorar la situación actual que es la peor en los 45 años que llevamos de democracia. Literalmente, no podemos decir que estamos en una democracia de partidos sino que estamos en una democracia de líderes.
No entremos en los factores que nos han llevado a eso, las primarias desde luego es un factor, pero también hay otros de muy diverso tipo, especialmente en el campo de la revolución tecnológica de las comunicaciones. Como disculpa al mal resultado del PSOE en las elecciones gallegas se ha dicho, a posteriori, que fue debido a errores de comunicación. En otras ocasiones, muchos y diversos partidos han utilizado también esta disculpa.
Hoy día comunicación -mala comunicación, claro- es propaganda, en casos con una gran dosis de demagogia, de promesas que no pueden cumplirse y lo saben perfectamente quienes las formulan. Con demagogia no hay buena democracia, hay simple populismo. Por tanto, el problema no está ahí.
Quizás el problema está en que los partidos se han transformado profundamente, con lentitud pero de forma irreversible. Los partidos ya no son estructuras basadas en muchos cientos de miles de militantes que pagan sus cuotas y acuden con más o menos regularidad a sus agrupaciones locales. Los militantes de los partidos están desapareciendo, sólo quedan los que tienen cargos o aspiran a conseguirlos, a lo más se añaden también sus familiares próximos y algunos amigos.
Con las primarias, con la elección directa de los cargos, en especial de los líderes locales y ya no digamos del líder nacional, los partidos se han convertido en plataformas de adheridos para aplaudir las decisiones del líder y esperar que se les asigne un cargo que enseguida convierten en profesión para ganarse mejor la vida que en el sector privado.
¿Dónde queda la voluntad del pueblo, la participación política de los ciudadanos? Queda reducida al momento de votar, al día en que puede introducir su papeleta en la urna, siempre con la limitación de que se le ofrecen listas de candidatos que ellos no han elaborado. Por tanto, votan a líderes, los que encabezan esta lista, el que va de segundo ya no importa, todo el poder para el primero.
«Nos jugamos en ello la creencia de que la democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás, que siempre ha sido el gran elogio»
Por tanto, quizás ahí está el quid de la cuestión: la elaboración de las listas. Si las confecciona el que las encabeza pondrá a personas de su confianza, lo cual en términos reales quiere decir personas dispuestas ciegamente a obedecerle porque le deben el cargo y quieren seguir en el mismo. Partidos de líderes, como he dicho, quizás ni siquiera debemos denominarlos partidos sino plataformas a las órdenes de un líder.
¿Cómo podemos poner remedio a esto? Sin tener la varita mágica que nos dé la solución, quizás la manera es que los potenciales votantes participen en la elaboración de las listas, que no sólo les voten los militantes sino también los simpatizantes, aquellos que en ningún caso aspiran a un cargo pero son firmes partidarios de que el partido con el que simpatizan gane las elecciones.
Quizás de esta manera los militantes que aspiren a un cargo -cosa perfectamente legítima- no tendrán que permanecer callados para obtener los favores del líder sino que deberán buscar el apoyo de los simpatizantes, mucho más plurales y desinteresados.
Todo tiene sus inconvenientes y esta solución también. Además, todo puede pervertirse con el tiempo. Pero algo hay que hacer, cuando menos reflexionar y debatir. Porque lo insoportable es el silencio de los militantes de los partidos cuando en privado las quejas sobre la orientación del partido van en aumento. Nos jugamos en ello la creencia de que la democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás, que siempre ha sido el gran elogio. Pronto pueden salir, con algunas razones, los que digan que es la peor forma de gobierno. Tal cual, a secas.