Luces y sombras del 'seny galego'
«Galicia se ha librado del delirio nacionalista. ¿Cómo aseguramos una inmunidad duradera?»
El pasado domingo, los líderes del PP se alegraron de retener el poder en Galicia. Es lo bueno de fijarse objetivos ambiciosos: cuando los consigues, puedes celebrarlos de forma exultante. Al fin y al cabo, lo que define el triunfo y lo separa del fracaso son las expectativas. La victoria sabe mejor cuanto mayor es el miedo a perder.
Los ciudadanos también debemos alegrarnos. Galicia ha estado a punto de caer en manos de un partido criptoxenófobo, separatista y de extrema izquierda, con el agravante de que, al parecer, ello podía haber liquidado a Feijóo. ¿Exageraba el gesto a posteriori o de verdad era tan endeble su liderazgo? Una victoria del Bloque también hubiera refrendado a Pedro Sánchez como líder provisional del Nuevo Frente Popular. Algunos empezarían a verlo como el secuestrador bueno, sobre todo quienes sufren sarpullidos al imaginarse que pudieran dejar de votar al PSOE.
Disfruten, aunque quizá sea la última vez. Estas elecciones confirman que el votante gallego de izquierdas se ha acostumbrado a votar partidos más españolistas en las generales (PSOE, 30%, frente al 9,5% del Bloque) que en las autonómicas (14 y 31,6%, respectivamente). Tal parece que los gallegos ya casi votamos tan estratégicamente como solemos votar los catalanes.
Será emocionante contemplar futuras elecciones gallegas. Pese a la euforia del momento, la derecha en su conjunto y el PP gallego en particular van perdiendo fuerza. Cierto que, tras casi cinco décadas en las que, desde 1977, la izquierda sólo ha gobernado seis años escasos, el PP apenas cayó el pasado domingo del 47,9% al 47,4%. Pero lo hizo en un contexto que le era muy favorable, frente a un Gobierno acorralado y ante una expectativa rupturista. Por eso la participación subió al 67,3%, muy por encima tanto del 49% de 2020, en medio de la pandemia, como del 53,6% de 2016.
También le ayudaba al PP la amnistía, aunque sus despistes, osadías y torpezas tanto hayan hecho por legitimarla; así como la desaparición de Ciudadanos, que aún había obtenido un 0,75% en 2020. Por lo demás, el PP seguirá sufriendo fugas de votos, nuevas y viejas. Nuevas, porque ha aflorado un escollo orensano que ya supera el 1% del voto total. Viejas, porque incluso un Vox a la deriva, que venía de perder tres puntos en las Generales, ha subido algo respecto a las autonómicas de 2020.
Como el domingo, por lo radical de la alternativa, asusta una futura derrota del PP. Pero no responsabilicen al PSOE de Pedro Sánchez de que el voto se desplace al separatismo. Ni ese proceso empezó con Sánchez ni está claro que sea él, y no sus electores, quien lo mueve. Observen que el PSOE viró en esa dirección mucho antes de Sánchez; que ha sobrevivido a sus nuevos rivales de hace pocos años; y que en las Generales de julio de 2023 sólo perdió 1,6 puntos, tras caer al 30% desde el 31,6% que había alcanzado en 2019.
«Pero no es sólo el actual PSOE quien hace seguidismo, tanto social como económico e identitario. Caen en él todos los partidos, a izquierdas y derechas»
El PSOE sigue a sus votantes y parece haber optado por reproducir el modelo PSC: usar sus federaciones territoriales para articular un frente que le asegure el control del gobierno central. No es un modelo nuevo: sólo lo ha generalizado. Su éxito depende de mantener la disociación del voto entre tipos de elecciones; de que sus diputados autonómicos sean necesarios para gobernar las autonomías; y de saber gestionar con mil trampas y cabildeos un conflicto territorial permanente.
Sostener esta estrategia a largo plazo se antoja difícil, como lo es todo seguidismo: el pastor acaba siguiendo al rebaño y los rebaños suelen ser caprichosos. Pero no es sólo el actual PSOE quien hace seguidismo, tanto social como económico e identitario. Caen en él todos los partidos, a izquierdas y derechas. Piensen en los gerifaltes del PNV, abocados ahora, pobriños, a trabajar para que sea Bildu quien recoja las nueces.
No están solos. Tras asumir las administraciones autonómicas, todos sus gobernantes las han dotado de ingentes aparatos de clientelismo rentista y propaganda identitaria. Esta lo contamina todo: desde las televisiones autonómicas a buena parte de la enseñanza, desde los museos nacionales de bolsillo a la nomenclatura de las calles y la toponimia de las aldeas; desde las federaciones deportivas a la fértil publicidad institucional de la falaz sequía barcelonesa.
Mientras no sobreviene el hartazgo que ya cunde en Cataluña (bien visible, por ejemplo, en el creciente rechazo del catalán entre los jóvenes), el sentimiento identitario aumenta como efecto directo de su promoción. Pero, más que el sentimiento, pesa a corto plazo el uso oportunista de lo identitario para reducir la competencia y capturar rentas. Por eso el fenómeno identitario se ha exacerbado en aquellas regiones que cuentan, junto al español, con otra lengua propia.
No se trata sólo de que la lengua aporte identidad, sino de que también la identidad hace a la lengua más valiosa para capturar rentas. Hasta el punto de que, si no la hay, se la crea. La demanda identitaria se hace imparable cuando la lengua vernácula permite erigir barreras de entrada, como bien sabían los abogados catalanes al oponerse a la codificación civil del XIX. Hoy lo vemos no sólo en los juzgados sino en los exámenes locales, que desaniman a los candidatos de otras regiones. Su verdadera función queda de relieve en el hecho de que esos exámenes sean exigentes pero, curiosamente, se los convaliden a quienes han estudiado en la comunidad correspondiente, aún a sabiendas de que muchos de ellos no superarían el examen. Al catalán que gusta de hablar español ya le va bien que excluyan de una oposición para funcionario a su primo andaluz.
«El sentimiento identitario aumenta como efecto directo de su promoción. Pero, más que el sentimiento, pesa el uso oportunista de lo identitario para capturar rentas»
En Galicia, el votante típico del Bloque es en su mayoría joven y urbano, y suele hablar en español, al contrario que el del PP. Pero, para acceder a puestos públicos, Galicia también exige superar el examen «Celga 4» de gallego, y también lo valida a sus bachilleres locales. Veremos si ahora tarda algo más, o no, en elevar su dificultad.
Es lógico que esas tendencias se hayan exacerbado en regiones con dos lenguas, y que allí donde los dialectos son residuales y heterogéneos (como sucede en mi nativa Asturias) algunos aprovechados se esfuercen por hacerlos oficiales en su versión reinventada y uniforme. Esa uniformidad es esencial para que la lengua sirva su función extractiva de rentas.
Pero, hoy por hoy, enhorabuena al PP gallego. Esperemos que sepa domesticar el monstruo identitario que lleva décadas alimentando, por mucho que Feijóo lo haya mantenido a dieta. Podría empezar por comprometerse a que su partido asegure que allí donde gobierne haya igualdad real de oportunidades en el acceso a la función pública. Puede incluso proponer una ley de bases que proteja la igualdad. Abrir esa discusión pondría al menos de relieve la hipócrita captura de rentas que late detrás de la retórica identitaria.
No desesperen. El sarampión identitario pasará. Al fin y al cabo, hasta el supremacismo se cura con pobreza; y, por el camino que vamos, puede estar al caer: basta con que nos cierren el grifo del crédito. Sería entonces el tiempo de un liderazgo más transformador y menos seguidista.