La última copa, la del desprecio
«Nada hay más contagioso que la discordia. En la herida seguimos, perfeccionada por Sánchez, que ha aprovechado el aniversario del 11-M para hurgar en ella»
En las teorizaciones sobre el columnismo no se suele contemplar una función que también cumple, junto con el análisis o el comentario de la actualidad: la plasmación, la transmisión de un estado de ánimo. Acompañar en el sentimiento a los lectores, en este duelo perpetuo de la historia en marcha. La vida nos va en ella, se nos va a veces.
El ánimo en este marzo es derrotista. Al menos entre quienes –españoles raros– hemos puesto por encima siempre los aspectos formales de la democracia, el Estado de derecho, el pluralismo, y nos hemos acogido, con mayor o menor entusiasmo según las épocas, al llamado patriotismo constitucional, suscitador de risitas entre los españoles que no son raros. Predomina lo contrario de lo que quisimos.
Hace 20 años, lo sabemos ya, se terminó la Transición. Estalló en los trenes de Atocha el 11-M y se extravió definitivamente en la presidencia de Zapatero, el hombre que, en vez de restañar la herida (la de los atentados y la división subsiguiente) con un mandato cauterizante, la ahondó y la emponzoñó; con el concurso de la oposición, naturalmente: nada hay más contagioso que la discordia. En la herida seguimos, perfeccionada por Sánchez, que ha aprovechado el vigésimo aniversario para seguir hurgando en ella: por ver si así se olvidan durante una o dos jornadas sus pactos, su amnistía, su poca clase, su baratura.
«El presidente es el primer inoculador hoy de odio en España. La bajeza viene desde arriba»
La Transición era al cabo hacia esto: hacia este estado regresivo, embrutecido, hosco. Un bucle estúpido. No dejaba de ser exótica aquella idea de que la Transición no se acababa nunca, puesto que costaba ponerle fecha a su fin. El dictamen histórico de que, en cuanto se instauró plenamente la democracia con la Constitución de 1978, ya no se podía hablar de Transición, era contrarrestada por una resistencia emocional que delataba desconfianza. Se mantenía la ominosa sombra del excepcionalismo: el de un país en fin de cuentas sin demócratas, solo con facciones de poder.
El presidente es el primer inoculador hoy de odio en España. La bajeza viene desde arriba. Supongo que es la consecuencia final del acendrado proceso de selección adversa de nuestras élites políticas (suben estrictamente los peores) del que habló hace mucho Félix Bayón. Nos quema la sangre, pero tenemos el recurso del repliegue helenístico o alejandrino. Queda tiempo, queda vida y hay que defenderse. Primero, dentro de uno mismo: no rendirse a lo inoculado. La venganza contra el bajuno es elevarse. Dejarlo aislado en su poza. Que no nos contamine. Podrá destruir nuestro entorno, pero no el último bastión. Es lo civilizado.
A mis 20 años (de nuevo 20 años) tenía como poeta de cabecera a José María Álvarez, cuyo Museo de cera leía y releía. Sobre todo algunos poemas, entre los que se encontraba Nubes doradas (título que, curiosamente, sería el de una música de Antonio Carlos Jobim). Me acerco de nuevo. «Qué importa ya mi vida», comienza. «Cada vez que levanté mi casa, la / destruía. A cualquier país que llego / no amo otro momento / que aquel de divisarlo». Unos versos más adelante: «Respetarse a uno mismo. / Pensar. / Veo crecer los rosales que planté». Y: «Destapo la última botella del último / pedido. / Miro / cómo mi vida salva cuanto hay de noble». Para terminar (y así termino):
Por ti, oh Cultura, y por todos los que vivos o muertos me hacen compañía, bebo.
Más allá del tiempo y de mi cuerpo,
bebo. Lleno
de nuevo el vaso. Dejo
que lentamente el alcohol vaya cortando
los hilos que me unen
a esta barbarie.
Y con la última
copa, la del desprecio,
brindo por los que aman como yo.