¿Contra quién fue el 8-M?
«Que salga el ciudadano a la calle de la mano del poder y para ‘protestar’ contra algo tan abstracto como es el ‘patriarcado’, es de una rareza humana indiscutible»
Apagados ya los ecos de las manifestaciones feministas del 8-M, este año divididas en dos convocatorias divergentes cuando no pintorescamente enfrentadas -y quizá por ello más deslucidas y menos concurridas que en años anteriores-, como en otras ocasiones, estas concentraciones me siguen suscitando algunos interrogantes más de orden psicosocial que político.
Así, teniendo en cuenta que lo de la pasada semana fueron dos manifestaciones (de «protestas» las calificó la prensa) impulsadas por y desde el poder público, apoyadas unánimemente por todas las Administraciones Públicas de todo ámbito, Gobierno central, Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, Colegios Profesionales, los partidos políticos, la totalidad de los medios de comunicación institucionalizados, públicos o privados, e incluso por la grande y mediana empresa, no deja de ser admirable y sorprendente que reunieran a tanta gente en las calles, al menos en Madrid.
Quiero decir que, desde una mera perspectiva de la psicología social, rayando incluso en la antropología, que el ciudadano del común salga a la calle (espacio que por definición se ocupa en las «protestas» por su dicotomía precisamente con el poder institucionalizado, el que pisa moqueta bajo el techo de los despachos de los centros de decisión), decía que, que salga el ciudadano a la calle de la mano justamente del poder y para «protestar» contra algo tan abstracto e inaprehensible -no sólo gramatical y semánticamente- como es el «patriarcado», es de una rareza humana indiscutible, rozando lo ilógico diría yo.
Porque ¿Qué o quién sería el patriarcado? ¿Es una ideología que no tiene representación política visible? ¿Anida por contra en todos los hombres? ¿En los hombres machistas? Nuestro diccionario de la RAE no ha caído todavía bajo la presión que supondría innovar definiciones respecto de realidades cuya existencia no está social ni políticamente consensuada; así, hay que descender hasta su quinta acepción, para, bajo la advertencia de su uso peyorativo, encontrar referido el concepto de patriarcado al «predominio o fuerte ascendiente masculino en una sociedad o grupo».
No aclara mucho el diccionario de la RAE, pero a algo hay que agarrarse «normativamente» para que las personas nos podamos entender a la hora de encarar los problemas sociales. Lo que no parece razonable, por ser precisamente presupuesto de un debate social abierto, es abordar o aislar el problema asumiendo definiciones que hacen supuesto de la cuestión; es decir, que para abordar la problemática social que específicamente afectaría a las mujeres se parta de que existe «un sistema de dominio institucionalizado que mantiene la subordinación e invisibilización de las mujeres y todo aquello considerado como femenino, con respecto a los varones y lo masculino, creando así una situación de desigualdad estructural basada en la pertenencia a determinado sexo biológico».
«Una cosa es que exista el machismo y otra que haya un sistema de dominio institucionalizado»
Porque ésta es precisamente la definición al uso extendida incluso por organismos oficiales, que, haciendo abstracción de cualquier neutralidad ideológica, dan en la definición precisamente la etiología del problema, que es justo lo que -y no en último lugar- estaría en discusión.
Negacionismo, dirán algunos, pero si partimos de esa definición y de que es real lo que en ella se describe, no sé entonces qué es lo que en la sociedad y en el foro se habría de debatir. Una cosa es que exista el machismo, inercias, prácticas y conductas discriminatorias, condiciones desfavorables que radican en el sexo o por razón del sexo de las personas, y otra que haya un sistema de dominio institucionalizado y estructural que conscientemente persigue y consigue esa subordinación e invisibilización de la mujer. Antes bien, yo diría que lo institucionalizado (en el ámbito público y privado) hoy día es un sistema que persigue justo lo contrario.
Porque digo yo que, para que las protestas cumplieran su designio, además haría falta, como condición de posibilidad, que todos los hombres o los hombres machistas, organizadamente, tuviéramos/tuvieran el poder (arquía=gobierno). Pero resulta que no es así: el poder está precisamente en manos de quien la semana pasada salió a la calle y de quien institucionalmente respaldó la protesta. ¿Quién habría pues de allanarse a las reivindicaciones si la pancarta la portaban ministras con el respaldo unánime de la empresa y la sociedad civil?
Por desconfianza en su capacidad de producir cambios sociales reales (afortunadamente por otra parte), a mí me cuesta salir a la calle a protestar incluso cuando es contra un poder público establecido y concreto al que identifico como vulnerador de mis derechos ciudadanos (por ejemplo, el Gobierno de España); así que me cuesta concebir el salir a la calle a enfrentarme contra algo que, hasta donde alcanzo a saber, está en miles de papeles, ahora incluso en las leyes, pero que no puedo reconocer ni residenciar en personas físicas o jurídicas concretas.
El corolario es ambivalente: frente a una apariencia de dinamismo social, la maquinaria de propaganda del Estado y la gran empresa en el siglo XXI mantendría incólume su capacidad de subvertir las ideas y conceptos alterando la percepción de la realidad tangible de miles de personas, al punto de sacarlas a la calle a protestar contra algo, una idea, que ni siquiera tiene quien la represente ni defienda.