No disparen contra el columnista
«Los columnistas de opinión, buenos o malos, admirables o detestables, nobles o plebeyos, son la columna vertebral del periodismo»
Ayer estuve escuchando en la sección El purgatorio de este diario las opiniones de Enric González, a quien sigo desde siempre, allá donde escriba, esté de acuerdo o no con él, pues lo que dice suele ser una elegante invitación a pensar. A pensar con cuidado.
Ahora bien, hay un momento en la conversación en que el entrevistador le pregunta cuál sería la primera medida que tomaría en el caso –improbable, pues E.G. es un conocido maestro de la fuga— de que le ofrecieran dirigir un periódico, y tras pensarlo un instante responde…
(Según estoy tecleando esto, observo que no digo que E.G. «respondió», en tiempo pasado, como probablemente hubiera hecho si la entrevista de El purgatorio, que data de algunos días, se hubiera publicado en forma de texto: sino que de forma automática e inconsciente he dicho «responde», en presente; pues las conversaciones en El purgatorio están filmadas (o mejor dicho videograbadas), y la inmediatez sensorial de la imagen sonora en movimiento tiene el efecto de actualizar, presentizar permanentemente cualquier cosa que se diga: lo que uno diga por escrito ha pasado por un proceso de mediación, se integra inmediatamente en el pasado y es mutable e incluso uno mismo puede desdecirlo, mientras que el discurso acompañado de la imagen en movimiento pertenece siempre al ahora. La vista ve ahora. De manera semejante, los errores de un novelista o de un periodista pueden quedar encerrados entre las tapas del libro, o entre las páginas de un diario, y en la borrosa memoria; y son susceptibles de ser corregidos, ampliamente contextualizados, más fácilmente olvidados; mientras que los que cometió, por ejemplo, el arquitecto al proyectar un edificio sigue cometiéndolos cada vez que miras su chapucera obra: el poder imponente de la imagen también es una maldición. De manera semejante –por poner otro ejemplo- las contradicciones del presidente del Gobierno y sus ministros en el discurso sobre la amnistía no serían tan clamorosas si no pudiéramos ver –ver, y no leer que es una operación más abstracta- simultáneamente «lo que dijo ayer» y «lo que dice hoy» en un presente permanente.
Leemos a un autor de tiempos pasados, pongamos Tolstoi –para que su nombre realce esta columna, de la misma manera que la palabra «oro» realza el valor de cualquier poema-, y apenas nos extraña que escribiera esas cosas en el siglo XIX y que estemos «en conversación con los difuntos» según dice el famoso verso, mientras que, en cambio, cuántas veces, contemplando una película clásica o una filmación familiar, sentimos el vértigo de que todos esos que con tanta vitalidad actúan y hablan -¡en presente, en presente!—hace y mucho tiempo que no están entre nosotros…)
«El editorial es exactamente lo contrario de una columna de opinión»
Dice, pues, E.G., cuando le preguntan cuál sería la primera medida que tomaría si le pusieran a dirigir un periódico:
-«Suprimiría los editoriales y las columnas de opinión».
¡Caramba! Esto me interpela. Vayamos por partes. El editorial es exactamente lo contrario de una columna de opinión. Los editoriales, en efecto, son prescindibles, como suele serlo la escritura anónima, que –salvo en regímenes dictatoriales, en que la impone la razonable prudencia— es una bajeza y carece de credibilidad; y si lo piensas bien en el fondo constituyen un género absurdo, pues la escritura es una cuestión personal; el amanuense de un editorial expone «la opinión» de un conjunto, del conjunto de los trabajadores del periódico, o del propietario y sus peones, o del colectivo social o accionarial al que representa.
Ya sólo por esas pretensiones de representatividad, engola la voz. No falla: «Sin embargo… No es menos cierto… Sería un error no considerar… Este periódico, que siempre ha estado con la Democracia…». Su justificación está en el número o en el poder, lo cual, argumentativamente, no tiene peso. ¿Qué demonios querrá decir, y a quién le importa, que unos párrafos recojan a diario «lo que piensa El Heraldo», «la opinión de La Verdad» o «la posición editorial de El Rigor de las Desdichas»? El único sentido que tiene es, si acaso, el de advertirnos del sesgo ideológico que impregnará las noticias que encontraremos en sus páginas. Pero esas advertencias son innecesarias, ya que el sesgo se nota.
Pero otra cosa son los columnistas; los columnistas de opinión, buenos o malos, admirables o detestables, nobles o plebeyos, son la columna vertebral del periodismo. Que E. G. considere deseable suprimirlos lo tomo como una boutade, teniendo en cuenta que él es o ha sido uno de ellos. Y digo que lo tomo como una boutade para no tomarlo como una agresión personal, pues ¿esto qué es, sino una columna de opinión, y yo su autor?
«Sin los denostados columnistas no habría en el periódico más que hechos, datos sesgados, no fiables, o sea el caos»
Y usted, su lector. ¡Me alegro de que me haya acompañado hasta aquí! Sigamos. Sin los denostados columnistas no habría en el periódico más que hechos, datos sesgados, no fiables, o sea el magma, el caos. Y qué pensar del caos. Que es inefable. Que no se puede hablar de él.
Durante la primera guerra mundial, André Gide se inscribió en una organización caritativa para recibir y ayudar en París a los soldados heridos de la guerra de las trincheras, que se retiraban a pasar la convalecencia en la retaguardia. Ávido de entender lo que en la lejana primera línea de fuego se experimentaba, se sentía y se pensaba, ávido de enterarse de primera mano y no por mediación de los periodistas y publicistas gubernamentales sino de boca de los mismos protagonistas de los hechos, Gide les preguntaba y preguntaba, les cosía a preguntas, y al escuchar sus respuestas se llevaba una y otra vez la (fecunda) sorpresa de constatar que los veteranos sólo hablaban por clichés: no es que fuesen necesariamente analfabetos, pero lo único que podían decir de su propia experiencia y de sus propias sensaciones era la retórica que ellos mismos habían leído en los periódicos o escuchado en la radio.
El editorial es un género periodístico absurdo. Sus pretensiones de ecuanimidad, objetividad, sensatez y serenidad son pomposas y tartufescas. Su anonimato los desautoriza. Y encima son una lectura aburrida, cansina. Yo creo que nadie los lee. Las noticias o sólo enuncian, o se eligen, destacan o silencian de acuerdo a intenciones sospechosas. En cambio, la columna de opinión no engaña a nadie. Al columnista el lector le toma la matrícula si no la primera, la segunda vez que le lee, pero o lo repudia o lo sigue porque le proporciona las palabras, el equivalente a esos clichés a los que el soldado herido tenía que recurrir para nombrar lo que le pasaba y lo que pensaba de ello. Pese a las miserias de su subjetividad personal, a sus ridículas pretensiones de omnisciencia y a su apresurada ignorancia, esos «todólogos», como sarcásticamente se los ha bautizado, son la sal del periodismo.
Todo lo cual no es óbice para que quizá en un futuro no muy lejano sostenga yo exactamente todo lo contrario de lo que acabo de exponer y esté totalmente de acuerdo con E.G. Pues el tiempo pasa, la gente cambia, esto no está videograbado, y digan lo que digan, Scripta non manent.