THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Nos han perdido el respeto por completo

«Sánchez encarna a ese adulto infantilizado, narcisista y tiránico de nuestro época que, devenido en político, convierte la mayoría aritmética en una apisonadora»

Opinión
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Nos han perdido el respeto por completo

Pedro Sánchez, María Jesús Montero y Félix Bolaños | EP

Pedro Sánchez apenas permaneció un cuarto de hora en la sesión de control al Gobierno y algunos de sus ministros ni siquiera acudieron al Congreso. Un flagrante desprecio a lo que se supone es la sede de la soberanía nacional, esto es del pueblo. Sin embargo, lo peor fue la gestualidad, el lenguaje corporal y las palabras que Sánchez lanzó en ausencia de micrófono, instantes después de que su vicepresidenta, María Jesús Montero, reventara la sesión con sus insidiosas baladronadas. 

Juntos, codo con codo, Sánchez, Montero y Bolaños ofrecieron una imagen lamentable. Sus movimientos agitados, las sonrisas bobaliconas y retadoras, los murmullos, los labios que articulan amenazas inaudibles me recordaron a los matoncillos de instituto que solían reventar la clase. Lo hacían acabando con el debido respeto del alumno al profesor, que es necesario no ya por simple jerarquía, sino porque para aprender hay que venerar el conocimiento, y el maestro es quien encarna ese saber. Después, una vez liquidado el principio de autoridad, imponían el caos.

Infantilismo y caos son los dos elementos más corrosivos de este Gobierno. Al fin y al cabo, el daño institucional puede restañarse con voluntad, tiempo y esfuerzo. Sin embargo, cada vez que el sanchismo comete una fechoría, además de los daños institucionales que ocasiona, exacerba actitudes impropias de una democracia. Y como sus fechorías son inacabables, la reiteración convierte estas pésimas actitudes en costumbre, en algo que el público acaba percibiendo como consustancial a la política, cuando no lo es en absoluto.  

Así, no es sólo que el sanchismo desprecie el Congreso, vilipendie a sus adversarios y nos falte al respeto a todos los españoles, incluidos sus votantes. Es que, además, nos arrastra a una espiral de infantilismo y caos que va de las instituciones a la calle, y donde lo único que cuenta es que la pandilla se salga con la suya, a cualquier precio

Explicaba Hannah Arendt, en Entre el pasado y el futuro (1956), que la educación moderna había dividido el mundo en dos, un mundo infantil y un mundo adulto. Según esta idea había que considerar ambos mundos por separado eliminando el viejo concepto de autoridad, donde los mayores tutelaban activamente a los niños. El mundo infantil debía ser entregado a los niños para que se gobernaran a sí mismos; y los adultos, a lo sumo, deberían ayudar en ese gobierno. La autoridad que decía a cada niño qué tenía que hacer quedaba dentro del propio mundo infantil. De esta forma, el adulto se dedicaba a contemplar al niño sin establecer contacto con él. Sólo podía decirle que hiciera lo que quisiera y después, si acaso, tratar de evitar que ocurriera lo peor.

«Hoy la madurez no es que haya sido segregada, es que el infantilismo se ha vuelto dominante»

Para Arendt, se imponía así un sistema de relación cerrado y apartado de los adultos donde lo que contaba era el grupo infantil y no el niño como individuo. En este nuevo entorno, el niño estaría mucho peor que en la anterior situación, porque la autoridad de un grupo, aun de un grupo de niños, siempre es mucho más imponente y tiránica de lo que pueda ser la más estricta de las autoridades individuales. 

Sometido a la autoridad del grupo infantil, las posibilidades del niño de disentir o de hacer algo por su cuenta son prácticamente inexistentes. Ya no se enfrenta con una persona adulta que tiene una superioridad absoluta sobre él. Tampoco puede atenerse a una jerarquía que mejor o peor es clara y previsible. Ahora debe luchar con la arbitrariedad de quien puede contar con el apoyo de otros niños, es decir, de sus iguales. Es la minoría de uno frente a la mayoría absoluta de todos los demás. Arendt concluía que, si ya pocas personas adultas podrían soportar una situación semejante, los niños serían, sencilla y totalmente, incapaces de sobrellevarla.

Arendt hizo esta advertencia hace ya casi tres cuartos de siglo, cuando pese a todo aún se contemplaba la madurez como una condición necesaria para gobernar y gobernarse. Hoy la madurez no es que haya sido segregada, es que el infantilismo se ha vuelto dominante. Y aunque esto no sea exclusivo de España, el sanchismo ejemplifica como nada la consumación de esta tendencia, pues arrastra la política a ese mundo infantil y caótico donde lo único que importa es articular una mayoría. Lo que es extremadamente peligroso para todos, también para los que votan al PSOE, porque cuando se impone la infantil dictadura de la mayoría todos los individuos que constituyen el pueblo quedan al albur de la arbitrariedad. 

La prueba de que la dictadura de la mayoría se ha apoderado de la política española la tenemos en el deprecio del Gobierno hacia el Congreso, al que ha convertido en esa clase caótica y libre del principio de autoridad donde manda la pandilla; en el uso discrecional y mafioso de las instituciones, como es el caso de la fiscalía y la Agencia Tributaria; y en la liquidación de facto de la Constitución y de cualquier orden legal previsible. Mientras que la demostración de que esta dictadura es esencialmente infantilismo está en las maneras y la formas. En las muecas pueriles de un Ejecutivo devenido en pandilla colegial, en el cinismo adolescente de quien la lía parda y finge que sólo pasaba por ahí y en la rabieta y la amenaza velada, ese ten cuidao que pudimos leer en los labios de María Jesús Montero pero no escuchar.       

«De todos los rasgos políticos o psicológicos de Sánchez, el más inquietante es su alarmante infantilismo»

A Pedro Sánchez se le han atribuido determinadas cualidades políticas, como una audacia temeraria, la falta de escrúpulos o la capacidad para mentir. También se le han adjudicado algunas características psicológicas, como el narcisismo, la vanidad y la predisposición al rencor y la venganza. Pero de todos estos rasgos, políticos o psicológicos, el más inquietante es su alarmante infantilismo. 

Dicen que Pedro Sánchez escogió deliberadamente a ese eslabón perdido que es Óscar Puente con toda intención para reventar los debates parlamentarios, pero pienso que también lo hizo porque en él se veía a sí mismo liberado de cualquier filtro o restricción, siendo tal cual es.

Sánchez encarna a las mil maravillas a ese sujeto hoy demasiado común que no ha acabado de hacerse, al eterno adolescente atrapado en el umbral de la madurez. El adulto infantilizado, narcisista y tiránico propio de nuestro tiempo que, devenido en político, convierte la mayoría aritmética en una apisonadora con la que pasar por encima de constituciones, leyes, principios y personas.

Con todo, lo peor es que Sánchez refleja fielmente a buena parte de la sociedad, a demasiados individuos tan infantilizados y tiránicos como él. Sujetos que, inconscientes del grave peligro que corren, recuerdan al temerario personaje del fiscal Paul Krendler en esa escabrosa escena cinematográfica donde el doctor Hannibal Lecter, después de drogarlo, le abre el cráneo, le secciona porciones del cerebro, las cocina y se las da a comer… y Kendler las engulle entusiasmado.   

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