THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Daniel Kahneman y el rey desnudo

«Acaba de morir Daniel Kahneman, el hombre que nos demostró experimentalmente que el rey camina desnudo»

Opinión
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Daniel Kahneman y el rey desnudo

Daniel Kahneman | Nick Cunard / Zuma Press / ContactoPhoto

Acaba de morir Daniel Kahneman, el hombre que nos demostró experimentalmente que el rey camina desnudo. La Iglesia de Roma empezó a perder poco a poco el temeroso respeto reverencial que durante siglos había suscitado su mera presencia entre los legos cuando, tras el Concilio Vaticano II, incurrió en el error de abandonar el latín, un idioma incomprensible para los fieles, como lenguaje exclusivo de la liturgia. Y si la Teoría Económica ortodoxa ha conseguido, pese a su secuela interminable de fracasos encadenados, ocupar un lugar equivalente al que había correspondido a los teólogos en la Edad Media es porque también utiliza un lenguaje enigmático e inaccesible para el pueblo: el de las matemáticas, ese sucedáneo moderno del latín. 

El hinduismo, como es fama, sustenta su cosmovisión en el axioma de que el planeta que habitamos se sostiene sobre el lomo de un gran elefante; elefante que a su vez logra mantenerse en pie apoyando sus cuatro patas sobre el caparazón de una tortuga; tortuga que por su parte alcanza el equilibrio merced a permanecer sentada sobre la cabeza de una serpiente. El problema viene cuando se les pregunta a los hinduistas sobre quién se sostiene la serpiente. Y es que, una vez llegados a ese punto, siempre cambian de conversación. Bien, pues con la supuesta ciencia que inspira las decisiones de las autoridades económicas que condicionan a diario nuestras vidas ocurre algo muy parecido. Porque también la integridad del enorme e imponente edificio matemático sobre el que se asienta la ortodoxia canónica que difunden y bendicen a diario organismos internacionales, grandes instituciones académicas, periódicos de prestigio, bancos centrales, legiones de «expertos»  y ministros del ramo, entre otros, reposa sobre unos cimientos tan definitivamente precarios y endebles como los del hinduismo.

«El problema viene cuando se les pregunta a los hinduistas sobre quién se sostiene la serpiente. Y es que, una vez llegados a ese punto, siempre cambian de conversación»

Con la única diferencia de que el lugar del elefante, la tortuga y la serpiente en las facultades de Economía más prestigiosas del mundo, esos templos donde se forman los sacerdotes laicos que después decidirán sobre nuestras vidas y haciendas, lo ocupan media docena de prejuicios gratuitos e indemostrables sobre el carácter egoísta, maquinal y mezquino de la naturaleza humana. Y justo esa media docena de prejuicios gratuitos e indemostrables a cuenta de la esencia humana, los que todavía hoy sirven de soporte lógico a la Teoría Económica oficial en su integridad, son los que desmanteló Daniel Kahneman por el sencillo método de comprobar experimentalmente con seres humanos reales, de carne y hueso, si tales tales axiomas tenían alguna relación o no con la verdad. Y resulta que no la tenían. Detrás de todos los sistemas de ecuaciones diferenciales, de todas las curvas matemáticas de utilidad encerradas entre un par de ejes cartesianos, también detrás de todas las integrales dobles y de las funciones derivadas que abarrotan los manuales universitarios de Microeconomía, esos con que se tortura a los estudiantes en las aulas, subyace el dogma de fe consistente en suponer que los seres humanos somos mezquinos por naturaleza y miserablemente solipsistas.

Además de fría y maquinalmente racionales en grado superlativo, indiferentes por principio al destino vital que sufran los demás y, por encima de cualquier otra consideración, hedonistas insaciables el sentido último de cuyas existencias consiste en maximizar la utilidad; esto es, el placer derivado del consumo irrestricto de mercancías. O sea que, en tanto que especie biológica específica, representamos  muy poco más que un saco de basura moral. Las personas del común lo ignoran por completo, pero los llamados modelos dinámicos estocásticos de equilibrio general, que constituyen algo así como las cartas de navegación que utilizan los decisores económicos institucionales para guiarse cuando toman grandes decisiones para influir en la realidad, se sustentan en ese error antropológico refutado por Kahneman, el de tomar por una verdad científica e indiscutible que somos mucho peores de lo que somos. Es ya célebre la anécdota de cuando, en plena eclosión de la crisis de 2008, la reina Isabel II de Inglaterra le preguntó al pobre Luis Garicano en la sede de la London School of Economics para qué demonios servía esa ciencia suya que había sido incapaz de prever semejante terremoto. En puridad, no sirve para casi nada. Pero lean a Kahneman si desean convencerse.

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