Las cartas sobre la mesa
«El amor es un acto valiente, y al menos una vez en su vida mediocre el hombre más seco, más oscurantista, mientras está enamorado habrá conocido la gracia»
El primer libro de Finkielkraut se titulaba En primera persona, y me inspiró escritos que nunca publiqué. Demasiado personal, pensaba. Era lo primero que leía de aquel señor y me gustó mucho, pero con algunos reparos. El autor acertó en poner las cartas sobre la mesa, es decir, de adoptar para sí la actitud del que sin ambages, Rodeos de palabras o circunloquios, busca la verdad. «Pongo las cartas sobre la mesa, digo desde dónde hablo, pero no digo sin embargo: ‘Cada uno tiene su propia visión de las cosas’. La verdad que yo sigo buscando todavía y siempre es la verdad de lo real».
Es así como relegando para otros las mansedumbres e hipocresías de otras visiones que defienden su propia visión subjetiva, yo aspiraba a seguir esta máxima. Esto es lo que consideré un ejercicio de sinceridad con uno mismo y con el lector. Esta lectura, más algunas otras de Finkielkraut, me hicieron adicta al genial escritor. En su nuevo libro, Pêcheur de perles, vuelve a enseñar sus cartas. Una mujer le abandona y acude a un amigo en busca de consuelo. Un amigo le aconseja el silencio y la autonomía propias. Y le explica así ella volverá a llamarle. En lugar de seguir este consejo, A.F. lo hace todo al revés: «Había puesto mis cartas sobre la mesa. Entre el amor y el amor propio, había elegido el amor y no lo había ocultado».
«Asumí el riesgo de perder la cara, reconocí mi derrota e incluso la acaricié. Contrariamente a la gran enseñanza de la Ilustración, el sentimiento que me habitaba me enseñó que la autonomía no era el bien supremo». El amor es un acto valiente, y al menos una vez en su vida mediocre el hombre más seco, más oscurantista, mientras está enamorado habrá conocido la gracia. El empeño de caminar sin perder de vista el corazón, un análisis profundo y una estampa general de filósofo de la derecha, todo eso me sigue uniendo a A.F.
«En Francia, cuna de la literatura, aún es normal que un autor de derechas con ideas reaccionarias y románticas tenga un asiento en la Academia Francesa como tengo yo una butaca en el salón de mi casa»
Es ingenioso en la narración, rico en citas y referencias, profundo en las conclusiones, deslumbrante en la prosa. A estas alturas de la vida, cuando una necesita no solo ser deslumbrada por las ideas, sino ser tocada por aquello que es humano, ocurre que alguien deja sobre nuestra mesa lo nuevo de Finkielkraut, a quien tendríamos en España más olvidado que al cura de la parroquia. En Francia, cuna de la literatura, aún es normal que un autor de derechas con ideas reaccionarias y románticas tenga un asiento en la Academia Francesa como tengo yo una butaca en el salón de mi casa. Como académico queda bien, pero es en los grandes asuntos humanos donde él logra imponer su historia, su anécdota, su mirada en primera persona. La obra de A.F. está hecha de esas lecciones de vida, de la lucidez de analizar su época a la luz de estas perlas, de citas de autores olvidados que ha ido apuntando en sus cuadernos.
Nuestra era post-romántica parece haber programado una obsolescencia del aprendizaje de los asuntos del corazón. Dice Alain que si echamos un ojo a las encuestas de divorcios concluiremos que ya no estamos dispuestos a amar para siempre. Y es así. El escepticismo ante el amor es una posición vital de partida. Pero después de todo, solo se necesita un acto de valentía para salir del imperio de lo efímero, de la fábrica de los productos desechables. Lo que se recupera y se disfruta en este gran escritor judío son recursos: la paradoja, la sorpresa, la genialidad gratuita y la presencia constante de algo elevado que no sabemos precisar. Hay escritores en permanente estado de gracia, que no pueden ser juguete de la mundanidad sino que son inspirados, elevados, y suelen ser víctimas de una fe que defienden siempre mediante contrasentidos e historias personales mejor que mediante teologías o analogías.
A gran distancia de aquellos autores, encuentro que todo aquello que hoy nos parece tan deliciosamente ingenuo, es un acto revolucionario y atrevido. No esconder las cartas, prescindir del truco. Es necesario que la pura sustancia literaria de autores como Finkielkraut nos vuelva a atraer a los letraheridos y los románticos, volver a unir la cabeza pensante con el corazón. Nosotros hemos decidido renunciar a esas sublimidades que eran como los paraísos artificiales de todos los baudelerianos. Pero qué ingenuo es en realidad no creer en nada.