Zona de altas abstenciones
«El mínimo común denominador es el bloqueo y cada vez se vota (o no) con menos convicción y alegría, reduciendo el voto a una especie de tic nervioso»
La política no sólo se construye en torno a la visión o la ambición de unos pocos. Hace falta la ilusión de muchos. Sin ese fino cemento, el edificio entero de la democracia se resquebraja. Se tambalea. Puede hasta hundirse en medio de una cegadora polvareda de abstención.
No hace falta ser Iván Redondo ni Narciso Michavila (ni, desde luego, José Félix Tezanos) para apercibirse de que en el inminente y apretadísimo carnet de baile electoral, quién más, quién menos, teme que muchos de sus posibles votantes le den plantón. Que se queden en casa sin hacer ni el gesto de acercarse a las urnas.
No creo que haga falta recrearse mucho sobre el caso de Pedro Sánchez, el Gran Houdini de la amnistía. Seguro que ustedes, como yo, tienen suficientes amigos socialistas con el alma secretamente hecha polvo. Salvador Illa aguanta porque el electorado catalán se lo perdona todo o casi todo al PSC a cuenta de un arraigo emocional difícil de explicar y hasta de comprender desde fuera. Y aún sí se preguntan algunos: ¿cuántos van a ir a votar y hasta cuándo?
«Al PP le sucede un poco lo contrario que al PSC: sus abstencionistas lo son por falta de conexión emotiva»
En el PP, depende un poco de con quién hables, del día y hasta de la latitud. No es lo mismo en Madrid que en Bilbao que en Bruselas que en Barcelona. Concretamente en Barcelona, le sucede un poco lo contrario que al PSC: sus abstencionistas lo son por falta de conexión emotiva. Un gran partido nacional nunca debería ser más comprensivo con la épica del adversario que con la suya propia. La línea entre «poner orden» en los partidos y autosabotearlos puede ser muy fina.
Ciertamente todo lo político tiende a la endogamia. Cuando pintan bastos, la coherencia no abunda. Hay partidos por ejemplo de centro que un buen día pierden el equilibrio porque toda la tripulación se apretuja hacia un solo lado del barco. Pongamos a estribor. Y al pasajero o votante incauto que se empeñaba en mirar a babor, o meramente al conjunto del horizonte, si se descuidaba le arrojaban por la borda. Hasta que de repente la culpa es del iceberg, que era muy de derechas. Y quien nos entienda, que nos vote.
Incluso formaciones con contradicciones literalmente a prueba de bomba como el PNV temen que esta vez se les acabe la baraka. Y qué decir de Puigdemont: nadie como él ha llevado al límite la ofensiva vacuidad de sus promesas. Nadie como él ha excitado el lado oscuro de sus votantes. Este pujolismo del Exorcista sólo puede acabar reducido al absurdo o a la ferocidad de la alcaldesa de Ripoll: independencia y moros fuera. Luego se quejan de la entrada de la «ultraderecha» en el Parlamento catalán. Como si no llevara allí toda la vida, afilando la guadaña.
Podemos seguir así un buen rato, partidos que se presentan a las elecciones hay unos cuantos más. Pero el mínimo común denominador es el bloqueo y que cada vez se vota (o no) con menos convicción y alegría. El contraste entre lo que se dice, lo que se hace y por qué lleva a repeticiones electorales cada vez más irritantes y espasmódicas. Reduciendo el voto a una especie de tic nervioso. Hasta que un día uno se harta y deja de votar para siempre. Y luego otro. Y luego otro. Y luego otro…