¿Ensoñaciones?
«Una repentina o paulatina amnesia está asegurada cuando se ha pasado mal. Es algo en lo que los gobernantes confían: la capacidad de olvido de la sociedad»
Si la libertad es patrimonio de las sociedades occidentales, convengamos que los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la pandemia de 2019 han provocado severos estropicios en dicho patrimonio. Con la duda añadida de que no sabemos cuántos estropicios más pueden ocurrirle, pero de momento, no vamos por buen camino. Ni donde se ve con claridad, ni donde parece que no hay marcha atrás. Tal vez por eso cuando oímos la palabra libertad, una mueca de escepticismo se dibuja en nuestros labios y recordamos cuando esta palabra era de obligado cumplimiento en los panfletos, viniera o no viniera a cuento.
La pasada semana el Gobierno hizo uso de la palabra libertad refiriéndose a los ciudadanos: «los ciudadanos fueron libres de vacunarse o de no hacerlo y fue su responsabilidad», ha sido la respuesta a las distintas reclamaciones ante los daños colaterales –digamos que fuego amigo– que han producido y siguen produciendo las vacunas que nos salvaron –o eso parece– de padecer, o de padecer con más fuerza, la maquiavélica plaga.
Es cierto que la queja ante los accidentes inevitables es cosa de personas inmaduras e irresponsables que quieren ser protegidos de cualquier mal que la vida acarrea, pero si echamos la vista atrás y evocamos el panorama de entonces no parece que la libertad fuera un patrimonio de la humanidad. El Gobierno tiene razón: nadie nos puso una pistola en la nuca obligando a vacunarnos, pero en el experimento socio- sanitario que se puso en marcha –voluntario o no, fue un experimento que hemos olvidado rápidamente porque muy bien como especie, la verdad, no quedamos– no se puede decir con exactitud que tuviéramos libertad, porque en aquel momento donde más perdimos fue en libertad. Ocurre siempre cuando el temor –o su hermano mayor, el miedo– se instalan en un grupo humano. Y aquí el grupo fue la totalidad.
«Libertad plena, plena, para vacunarse o no, hubo muy poca, digan lo que digan ahora o se recuerde sólo lo que se quiere recordar»
Como ocurre que el olvido –que también es memoria, aseguraba Borges– se apodera de nosotros frente al dolor o el espanto sufridos. Una repentina o paulatina amnesia está asegurada cuando se ha pasado mal. Esto es así aquí y en Lima y es algo en lo que los gobernantes confían mucho: la capacidad de olvido de la sociedad. Hasta que se agota, claro, pero parece que gobernar durante mucho tiempo, acaba anestesiando el sismógrafo que detecta las amenazas y los propios fallos. Si echamos la vista atrás y comparamos, hubo regímenes que sí recurrieron a la fuerza para la obligatoria vacuna y aún recordamos, como si fueran escenas ideadas por Philip K. Dick, los edificios sellados y los drones vigilando ventanas y balcones en Wuhan, Shanghai y otras ciudades de Oriente.
Esto no sucedió en casa, pero sucedieron otras cosas: desde el abandono de los puestos de trabajo –entre las consultas telefónicas y las citas previas aún no nos hemos recuperado de eso– al encierro en nuestros domicilios, pasando por la vigilancia policial y militar en la calle, las declaraciones gubernamentales con uniformados alrededor, las detenciones de los primeros días para dar ejemplo de lo que no había que hacer, las salidas callejeras por turnos horarios según la edad, el uso del lenguaje bélico en las ruedas de prensa y otras ridiculeces de sainete provocadas por la ignorancia ante una plaga tan invisible como la peste o el cólera y que como la peste o el cólera, mataba a diestro y siniestro.
Si en algún momento pareció que vivíamos una caricatura de Muerte en Venecia, el temor inoculado en la ciudadanía no decepcionó: conversaciones repetitivas, expansión de noticias negras, insultos contra vecinos que no cumplían las normas, aplausos a la policía cuando detenía a algún infractor/a de las normas gubernamentales, temor al contagio de los demás… todo lo que nos ennoblece como sociedad desapareció del mapa. Y sólo el humor de algunos –los disfraces de animal, por ejemplo– nos recordaron la alegría de la vida. Y cuando llegaron las vacunas llegaron también las críticas y las malas caras hacia los que no querían vacunarse. El rodillo de la marginación empezó a funcionar. Sin olvidar que no se podía viajar sin el
pasaporte de vacunación, ni entrar en bares y restaurantes. O sea que libertad plena, plena, para vacunarse o no, hubo muy poca, digan lo que digan ahora o se recuerde sólo lo que se quiere recordar.
Nota por si hay dudas: me vacuné tres veces y tras la tercera pillé la covid, pero no se me ocurriría echarle la culpa al Gobierno por eso. Algún familiar que no se vacunó nunca continúa a salvo de la enfermedad. Las cosas como son y la libertad a disfrutarla donde la haya y a cuidarla, que se evapora muy pronto si se descuida. Sucedió ante nuestras narices y fueron muchos los que parecían no darse cuenta.