THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

Otro maestro resucitado

«La antología de textos de Alfonso Reyes sobre los años que vivió en Madrid, de 1914 a 1924, realizada por Jordi Soler, recupera una de nuestras mejores prosas»

La peseta cultural
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Otro maestro resucitado

Ilustración de Alejandra Svriz

La edición española está volviendo a la vida a un conjunto de escritores de primera magnitud y reconstruyendo una historia de la literatura que se estaba desmigajando o se nos presentaba más agujereada que un queso suizo. Ahora, después de Chaves Nogales, Camba o Zunzunegui, entre otros muchos, le toca el turno a Alfonso Reyes, de quien hace décadas que no se reimprime un sólo libro en España.

La altura de Reyes es, en Méjico, sólo comparable con la de Octavio Paz y en Argentina con la de Borges, ambos, además, fieles lectores y amigos suyos. En España, sin embargo, ha sido una figura poco recordada. Otro error, o quizás otra pereza, de nuestra historiografía porque Reyes era un polígrafo de infinitos saberes que divulgaba con una de las mejores prosas que ha conocido nuestra literatura.

Su obra es inmensa (veintiséis tomos en la integral del Fondo de Cultura Económica) y trata de los más diversos asuntos, desde la historia, mitología y filosofía griega a la religión de los nativos prehispánicos, pero, sobre todo, escribió el conjunto de juicios y críticas más completo que pueda imaginarse sobre la literatura hispánica del siglo XX. Aunque lo relevante no es el enorme conjunto de escritos y conocimientos de Reyes, sino su prosa, una de las más elegantes de nuestra historia literaria.

La antología que acaba de aparecer, aunque es extensa (más de 400 páginas), no deja de ser una minúscula parte de sus escritos, pero está muy bien concebida y realizada por Jordi Soler (Y me quedé allá para siempre, Debate), valioso autor mejicano cuyo nombre ya indica que nació en el seno de una familia exiliada. Era seguramente la persona más indicada para elegir los textos de Reyes que atañen a la década en la que vivió en Madrid, de 1914 a 1924. Soler conoce a la perfección las dos órbitas, mejicana y española, que Reyes vivió y retrató con su agudeza habitual.

Es cierto que los diez años que compartió con la gente de Madrid fue una década prodigiosa. Era el Madrid de Ortega y Gasset, Azaña, Azorín, Valle Inclán, Baroja, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, todos ellos jóvenes y llenos de energía creadora en una sociedad atrasada, sin apenas ventanas exteriores, dominada por los trepadores, los buscavidas, los políticos corruptos y la violencia ancestral del país. Los retratos que hace Reyes de cada uno de sus elegidos forman una galería extraordinaria.

«Del magnífico elenco madrileño sus favoritos fueron Azorín y Valle Inclán. No tanto Baroja»

Entre aquellos talentos aún revoloteaba el espíritu de Galdós que, ya muy viejo y retirado, conservaba toda su autoridad. Cita Reyes una experiencia personal (pero no suya) en la cual aparece Galdós, casi sin habla, ocupado en pintar los troncos de los árboles de su jardín para que no los ataquen las hormigas, pero que «de pronto, sin venir a cuento ni decir ‘agua va’, se suelta narrando sus impresiones sobre un huracán en la montaña, que arrastraba a los ganados y a los pastores». Bella estampa.

Del magnífico elenco madrileño sus favoritos fueron Azorín y Valle Inclán. No tanto Baroja, en quien apreciaba como es debido su talento de narrador de aventuras, pero menos sus escritos ideológicos. Dice de él: «Sus ideas, que brillan cuando las expone en una línea, vacilan en la segunda y se han apagado a la tercera». En cambio, Valle le sedujo por su originalidad, sus rarezas y su estilo que era entonces todavía lo que solemos entender por «primera época». Coincide con Araquistáin en que fue una pena que Valle no hubiera tenido su Eckermann: «¡Cuántas lecciones de estética perdidas! No hay otro como él en España». También remarca la inventiva lingüística de Valle: «Escribe la prosa en Valle Inclán; un idioma hecho para uso de su alma, por afinidad electiva y selección natural». Alguno más ha intentado seguir escribiendo en valleinclanés, con sonoro fracaso.

Se desprende de esta selección que por quien Reyes tuvo mayor aprecio y simpatía fue por Azorín. Aquel hombre silencioso, digno, artífice de una prosa exquisita dedicada a lo mínimo, le fascinó. «En Azorín, la frase corta no busca la síntesis o la fórmula, sino que vuelve a la actitud primitiva de la mente y procede, otra vez, por adiciones», y añade: «A veces no retrata, sino que deletrea el objeto, como un primitivo». No se puede definir mejor el estilo de Azorín, enemigo mortal de la hipotaxis. Reyes lo admiraba con delicadeza: «Azorín es un hombre a la ventana. Su obra toda exhala el misticismo de la celda y la claraboya». Retrato ideal.

Seguramente hay una historia por escribir sobre las relaciones de Reyes con Ortega y Gasset. Éste fue quien más le ayudó y quiso publicarle en todas sus editoriales. No hace muchos años aún se vendía en Austral una versión en prosa de Mío Cid encargada por Ortega al mejicano. Pero el filósofo sufría unos celos turbios de Reyes y se enfadaron muchas veces por culpa de las señoras, principalmente argentinas, según cuenta con gracia Jordi Soler.

Como su gran camarada Borges, también Reyes fue un hombre de inmensas lecturas y agudo juicio. Y es que tenía muy claro en qué consistía un acto tan poco remarcado: «El hombre maduro sabe leer, se entrega, voluntariamente, a otro hombre; entra en él por un doble esfuerzo de cansancio y de disciplina». Para Reyes la lectura era más importante que la escritura. Gran recuperación la de esta antología. Bendita sea.

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