THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La lengua de los muertos

«Era muy difícil que el griego y el latín pervivieran si solo se presentaban como las abuelas pesadas y redichas de nuestra lengua viva»

Opinión
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La lengua de los muertos

Libro y paso del tiempo. | Alejandra Svriz

Cuando se discute sobre la desaparición de las lenguas muertas en la educación general, a menudo se olvida que parte del fracaso se debe a la manera en que esas materias se han impartido tradicionalmente. Era muy difícil que el griego y el latín pervivieran si solo se presentaban como las abuelas pesadas y redichas de nuestra lengua viva. Obligar a memorizar tablas de verbos y declinaciones sin poner en relación la gramática con el mundo al que pertenecían era una disciplina condenada a la desaparición. Juan Antelmo, nuestro primer y excelente profesor de latín y griego en el colegio de San Francisco de Palma (cuando el conocimiento tenía aún la calidad del rocío sobre la yerba, en aquella pequeña aula del tercer piso asomada al claustro gótico, atravesada la ventana por el penacho de la palmera encorvada y la vertical del ciprés impasible), solía decirnos que el griego no era una lengua muerta sino, algo muy distinto, la lengua de los muertos.

Fue el primer indicio de que ahí había mucho más de lo que parecía. Las lenguas muertas conservan una forma de existencia que los modernos hemos desterrado. Por eso cuesta tanto a veces traducir los textos antiguos, que en realidad no podemos más que adaptar a nuestra forma de pensar y vivir. ¿Cómo traducir por ejemplo las oraciones nominales, propias del latín, el griego y el hebreo? Son frases que prescinden de la cópula del verbo para expresar un absoluto, a salvo, por así decirlo, de la narración y el tiempo. Cuando Píndaro dice «skiás onar ánthropos» («el hombre es el sueño de una sombra») no se refiere a nada circunstancial o pasajero sino a algo inmutable, propio de su condición. Pero nosotros tenemos que darle, mediante la adición del «es», un discurso que en el original no tiene. Eso significa que los modernos no somos traducibles al griego antiguo.

«La transición indica que los antiguos confiaban en algo ajeno a su poder mientras que nosotros estamos convencidos de que nuestra voluntad lo puede todo» 

Pero quizá lo más elocuente al respecto sea la utilización de los tiempos verbales. En griego no hay exactamente futuro, que se construye a partir del tema de presente, pero sin que tenga propiamente aspecto. Su naturaleza es más bien desiderativa, expresión de algo que quizá pueda acaecer pero que tal vez no ocurra, sin que importe demasiado. «Chairéso», futuro de «chairo», que significa «soy feliz», significaba originalmente «quiero ser feliz», «me gustaría ser feliz». Pero los modernos nos vemos obligados a traducir «seré feliz», como si se tratara de una condena más que de un deseo. La transición indica que los antiguos confiaban en algo ajeno a su poder mientras que nosotros estamos convencidos de que nuestra voluntad lo puede todo. 

Esa vaguedad del futuro contrasta con la extraordinaria precisión con que nuestros ancestros se manejaban en el pasado, que para ellos era un ámbito vivo y transitable, en perpetua transformación. Aunque se traduce por pasado remoto, el aoristo –indefinido, sin límites, sin principio ni fin– representa una acción puntual e irrepetible, algo que se va a perder para siempre sin que podamos hacer nada al respecto. El perfecto, en cambio, ilustra algo que ha acaecido en el pasado pero cuyas consecuencias perduran en el presente. Así «maínomai» significaría «me estoy volviendo loco» por algo que me ha ocurrido y que me sigue afectando terriblemente. En cambio, hay verbos que no aceptan el perfecto, por caso los que se refieren a actividades musicales, puesto que (¡oh, qué grande es esto!) la música transcurre siempre en un presente irrepetible. «Álalázo», canto la canción de guerra que sigue sonando aunque todo alrededor sea ya ruina. 

En hebreo bíblico la palabra «qedem» significa tanto «oriente» como «adelante» y «pasado». Para ellos, el pasado era algo que estaba de frente porque lo podían ver y sabían qué contenía. «Solo el Antiguo Testamento ve», escribió Kafka). El futuro, en cambio, estaba detrás, imposible de escrutar. La misma raíz se encuentra en la palabra «qadmut», que significaba la eternidad del universo, en realidad un infinito que nunca deja de abismarse en el pasado. Cuando salía el sol, amanecía en realidad todo lo acaecido, sin que fuera algo perdido, sino vivo en la corriente de todos los días. 

Nosotros pertenecemos a una era –la era de la muerte, la llamó Canetti– que al menos desde el siglo XVIII decidió empezar a girarse hacia el futuro para sepultar poco a poco el pasado. El nuevo dios del Progreso nos hipnotizó durante siglos hasta que, hartos de tanta matanza sin objeto, convertimos el futuro en un anuncio con luces fosforescentes, el reino de la publicidad, diosa a la que hoy sirven todos los partidos políticos. La tierra prometida de ese futuro –ya sea en forma de independencia, pensiones, vivienda, riqueza, trabajo, apocalipsis climático o inmortalidad tecnológica– se ha convertido en el único lugar vacío al que mirar mientras el desierto avanza hacia delante y hacia atrás. El futuro es el tiempo verbal del nihilismo. Por eso ahora los muertos empezamos a ser nosotros. 

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