La víctima profesional
«La víctima profesional puede acusar al otro de ser una rata, un facha, un enemigo del pueblo o lo que sea, y no perder un gramo de virtud»
Vivimos en el tiempo de las víctimas, de las identidades victimizadas, del arte que homenajea a la víctima o que es directamente victimista. No es del todo extraño. La víctima ocupaba un lugar importante en nuestras sociedades por una razón evidente: son la imagen viva de cataclismos políticos o sociales que no deben repetirse, y que se prevendrán en la medida en que se recuerden. Para conjurar el olvido se crean museos de la memoria y monumentos, se realizan homenajes periódicos o se le da voz a las víctimas. La fuerza moral de este personaje, de la víctima real, genera consenso. Hace que aflore la común humanidad; hace que todos acordemos que por ahí no podemos volver a pasar. Ningún ser humano, sea quien sea, puede ser sometido al trato que recibió la víctima.
Lo sorprendente es que la merecida importancia que tiene la víctima en nuestra sociedad, su visibilidad y el efecto que tiene su voz, se han convertido en un capital codiciado. Se ha producido una mutación de valores inesperada, nociva, que ha convertido la odiosa condición de víctima en una opción atractiva. Personas que no han pasado por situaciones extremas, quieren ahora gozar de las prerrogativas que se le dan a quienes sí lo han hecho. Son las víctimas profesionales de nuestro tiempo, personajes como Rodrigo Rojas Vade, un joven anónimo que logró hacerse elegir para la Constituyente chilena con una historia de padecimientos y de lucha contra el injusto sistema de salud de su país. Decía tener cáncer y era falso. Por lo visto tenía sífilis.
La víctima profesional no sólo accede a cargos y se le celebra con premios y exposición pública, también obtiene otros privilegios. También puede segregar por motivos raciales, por ejemplo. Para la víctima profesional la blanquitud es una amenaza; su rechazo y señalamiento, un acto de reivindicación identitaria y una manera de crear un espacio seguro donde la víctima, finalmente, puede ser. Eldridge Cleaver, el escritor afroamericano que ganó celebridad en los sesenta con su libro Soul on Ice, confesaba haber violado mujeres negras como entrenamiento para violar mujeres blancas, porque para él la violación era un acto insurreccional, una manera de desafiar el opresivo mundo de las leyes y valores blancos.
«Se ha producido una mutación de valores inesperada, nociva, que ha convertido la odiosa condición de víctima en una opción atractiva»
La víctima profesional, por supuesto, puede acusar al otro de ser una rata, un facha, un enemigo del pueblo, un pitiyanqui, la antipatria o lo que sea, y no perder un gramo de virtud ni de integridad. Su bondad y su tolerancia quedan intactas. Está señalando el mal que corrompe la sociedad y que merece el desprecio unánime, y en ocasiones un cordón sanitario: una ley contra el fascismo, como la de Maduro en Venezuela, o una ley que permita despojar de la nacionalidad, como en la Nicaragua de Ortega, a los traidores de la patria. La víctima profesional es la conciencia pura, es el nuevo juez y verdugo. Señala el mal, el enemigo. Lejos de generar consenso, como ocurre con la víctima real, genera división. Aquellos que no reconocen mi dolor, aquellos que lo perpetúan, aquellos que no se pliegan a mi causa y no me siguen, son basura, una amenaza que corrompe las bases puras de la sociedad.
La víctima profesional siempre aspira al liderazgo y al protagonismo. Quien más ha pensado este fenómeno, el filósofo italiano Daniel Gigliogli, decía lo siguiente: «El líder que se comporta como víctima propone a sus gregarios un pacto afectivo implícito –a veces también explícito-, una identificación mediante la potente palanca del resentimiento. Es la clave de todo populismo». Ahí reside el atractivo de convertirse en víctima, su secreto encanto: permite odiar con total impunidad; incluso, vender el odio como causa noble, como una cruzada moral purificadora o emancipadora.
El líder víctima pone a prueba el amor de sus fieles. Tras el triunfo de la Revolución cubana, cuando el camino aún era la democracia y al frente del ejecutivo estaba Manuel Urrutia, Fidel Castro amenazó con renunciar a su cargo de primer ministro por sus desavenencias con el gobierno. El resultado fue el esperado: Urrutia tuvo que asilarse en la embajada de Caracas antes de que las hordas, acusándolo de ser el enemigo del pueblo, pusieran su vida en peligro. Lo normal en democracia es que la ciudadanía proteste contra los gobiernos que no cumplen sus expectativas; lo normal en el caudillismo es que el líder convoque al pueblo para que le dé muestras de afecto. Y para que juntos, cabeza y cuerpo, conductor y pueblo, sellen un pacto de unión indestructible: todo lo que hagamos estará bien porque somos la patria y porque la verdad moral está de nuestro lado, y a los malos que nos quieren hacer fracasar porque no quieren que el pueblo progrese, que nos calumnian, que nos persiguen, que nos deshumanizan, que son una amenaza para la patria o la democracia; a ellos, ni agua. Esta es la historia de los últimos ochenta años en América Latina. Es descorazonador ver que ahora también es el día a día de la política española.