El daño está hecho
«Sánchez está acabado, pero el perjuicio infligido al país es profundo. Costará sobreponerse a la división y el deterioro institucional dejados a su paso»
Pedro Sánchez puede anunciar hoy lo que quiera respecto a su futuro que eso no cambiará ya mucho su destino en la política española. Presa de su incontenible narcisismo y acompasado por el mediocre clan de aduladores del que decidió rodearse, Sánchez ha cometido el error que certifica su final y lo acerca al triste rincón que le tiene reservada la historia, el del peor presidente de nuestra democracia y el más tóxico personaje de las últimas décadas.
Aunque no lo crea, sobreviviremos sin él. Para su dolor, lo haremos incluso en mejores condiciones, más tranquilos, más unidos, más libres y más democráticos. Va a costar. No va a ser fácil recomponer el tejido de nuestra sociedad porque, suceda lo que suceda a partir de ahora, es mucho el daño ya infligido al país. Si esto se prolonga, será aún mayor, pero incluso si tuviéramos la fortuna de que se acabara hoy, es grande el deterioro producido.
Sánchez destruyó primero el Partido Socialista. Es significativo que haya sido en Ferraz este fin de semana donde se ha escenificado lo que Sánchez ha dejado del PSOE, un partido viejo, refugiado en consignas guerracivilistas y tristes, derramando lágrimas por un líder que lo ignora y desprecia, entregado a la más ridícula exaltación. Por un rato, este PSOE convirtió una calle de Madrid en Pyongyang.
Es el final justo de varios años -también iniciados en Ferraz- de demolición consciente y premeditada de la organización sobre la que se impuso con malas artes, suscitando la división, estimulando las bajas pasiones, nublando la razón y alimentando fantasías y falsos ideales. Ya entonces conocimos sus argumentos, después escuchados mil veces y repetidos ahora en su infausta carta a la ciudadanía. Todos sus rivales estaban al servicio de Rajoy. Él era el único socialista verdadero. Los primeros ultraderechistas en su boca eran los más dignos compañeros de partido. De todos se deshizo, a todos los calumnió, hasta quedarse sólo con los más obsequiosos y arribistas y unos cuantos que aceptaron doblar la cerviz.
Dominado el partido, había que dominar cualquier otro atisbo de resistencia en cualquier ámbito de la sociedad. ¡Qué les voy a contar de un servidor! Ni para resistencia daba uno, para ser honestos. Pero, en la furia vengativa de Sánchez, todo disidente constituía un riesgo. Para arramplar con un simple periodista, no dudó en poner en peligro el prestigio de un diario que fue un símbolo y un orgullo de nuestro país. No bastaba con cortarle las alas, era preciso el sometimiento, como con todo lo que se pone en su camino.
No bastaba quedarse con la televisión pública, había que decidir su programación. No bastaba con gozar del respaldo de algunos periodistas, había que convertirlos en activistas firmamanifiestos al servicio de la única causa que hoy tiene sentido en la izquierda: él.
Así como ha enfrentado a unos socialistas con otros, a unos periodistas con otros, ha desnaturalizado hasta tal punto el sentido de la izquierda, que hoy se siente más próxima a los cómplices de los asesinos etarras y de los xenófobos catalanes que de cualquier templado demócrata español. La izquierda sólo defiende ya sin tapujos aquello que beneficie a Pedro Sánchez, sin excepción ni vergüenza.
Sánchez está por encima de cualquier cosa. Por encima del orden constitucional, por supuesto. Si se pierde el Senado, el Senado no representa la voluntad popular. Si las comunidades autónomas se pasan al enemigo, ¡qué importa!, sólo Cataluña y el País Vasco reflejan la diversidad del país. Y, desde luego, los jueces, esos fascistas con toga que han convertido España en el reino del lawfare.
Y lo peor de todo: ha enfrentado a unos españoles con otros. Su infame carta es el último ladrillo del muro que intenta separar a los buenos de los malos españoles. Nadie en los años de nuestra democracia había socavado de tal forma los cimientos de nuestra convivencia.
Lo que hemos visto desde el miércoles en este país, lo habíamos visto ya antes, no en Ferraz, pero sí en la Plaza de Oriente. Y lo hemos visto en otros lugares. ¡Fidel o muerte! No es Sánchez el primer líder que cree su destino unido indisolublemente al de su nación. Pero se irá. Del todo. Pronto. Y saldremos adelante sin él. Y reconstruiremos todo lo que ha destruido.