Asuntos propios
«No es su personalidad o su familia, sino las acciones de su Gobierno lo que le ha granjeado al presidente la antipatía ciudadana que tanto le ofende»
Aunque la genuina intención de su carta fuera otra, no es buena señal que el presidente del Gobierno haya decidido exponer públicamente el estado de su psiquismo, obligando con ello a los cronistas a especular sobre semejante asunto. Descontando el interés de los biógrafos, la psicología (o la psiquiatría) de los gobernantes es un tema que sólo adquiere interés político cuando acumulan (o pretenden acumular) un poder tan exorbitante que, al anular otros contrapesos, convierte sus vaivenes emocionales en una cuestión de Estado. Es notorio que las teorías sobre la condición mental de los primeros ministros sólo proliferan, y sólo se vuelven políticamente relevantes, cuando se trata de dirigentes autoritarios que concentran en su persona un poder de decisión anómalamente amplio.
Lo diré más claro: no es que la peculiar psicología de los autócratas sea la causa de las terribles empresas que a menudo protagonizan y ordenan; es que el hecho de que puedan llevarlas a cabo sin más requisito que su mera voluntad convierte su vida psíquica en un temible factor político de primer orden. Por eso, sin ánimo de comparar a Pedro Sánchez con esas siniestras figuras, digo que es un mal síntoma que los estados del alma del presidente se hayan empezado a convertir, desde que el último 24 de abril se tomase unos días de «asuntos propios», en el alma del Estado que pretende gobernar. Y todo ello por el simple hecho de que el representante de un poder del Estado que —por mandato constitucional— es independiente tanto del Legislativo como del Ejecutivo, en un acto perfectamente regular, legal y, por tanto, legítimo, abriese unas modestas diligencias en un tribunal ordinario.
La compasión que su dolor anímico ha despertado en las filas de los partidos independentistas a cuyo empoderamiento tanto han contribuido sus políticas, y la velocidad con la que éstos se han puesto solidariamente a su servicio para combatir la acción de los tribunales que, según ellos, llevan siglos haciéndoles la vida imposible con su absurda manía de hacer cumplir la ley, no debería ser motivo de satisfacción, sino de inquietud para quien tiene entre sus altas responsabilidades la de ejecutar las sentencias de esos mismos tribunales.
Pero lo más insólito del caso es que se culpe de las penas del joven Sánchez al grado de «polarización» que, fundamentalmente debido a sus mencionadas políticas de pactos e iniciativas legislativas indefendibles, domina el país desde su toma de posesión. Porque con ese original argumento se pretende ocultar que dicha polarización nace justamente del intento de extender la lucha partidista que legítimamente discurre en el Parlamento, primero, a la acción de gobierno, que de ese modo deja de obedecer al interés público para convertirse en un instrumento del partido que lo dirige; segundo, al Poder Judicial, que al politizarse abandona su independencia; y, finalmente, a todas las instancias de la sociedad civil (educación, sanidad, políticas sociales, cultura, empresas, etc.), incluidos los medios de formación de la opinión pública, cuya propia razón de ser se ve amenazada por el sectarismo.
Si se elimina el significado político de la polarización, ésta queda reducida a un mecanismo psicológico de «crispación», una especie de excitación histérica supuestamente atizada por agitadores malignos al servicio de las fuerzas oscuras, que hace perder las buenas maneras y fomenta el insulto y la difamación, llegándose por este camino al resultado —que sería puramente ridículo si no fuera por su flagrante obscenidad— de que el cargo público que ostenta el sumo poder ejecutivo del Estado se presente como víctima inocente y desconsolada de la corriente de antipatía que él mismo (y no la «ultraderecha» que le sirve de chivo expiatorio) ha provocado.
«Lo malo no es que la discusión sea agria o áspera, más importantes son la buena argumentación y la buena educación»
Resulta patético escuchar día tras día a los gobernantes —no digamos ya al presidente del Gobierno— quejarse de la «deshumanización del adversario» practicada por sus rivales políticos. En su reciente y brillante ensayo La construcción del enemigo, el psiquiatra Enrique Baca explica este mecanismo con penetración. Es el procedimiento utilizado paradigmáticamente en los campos de exterminio contra víctimas especialmente vulnerables a las que se ha privado de todo derecho y que, por tanto, pueden ser sometidas a vejaciones, torturas y aniquilación física y moral como si no fueran seres humanos.
Por eso es grotesco, y ofensivo para las genuinas víctimas de estos métodos, aplicarlo a los parlamentarios, los miembros de un gobierno, los cargos públicos o los dirigentes políticos de un partido; que son, precisamente por tener esa condición, no solamente ciudadanos de pleno derecho con todas las garantías, sino además personas dotadas de un protagonismo, de un poder público y de un acceso a los recursos del Estado que excede con mucho al del ciudadano común, así como de un nivel de protección física y jurídica que sólo está a su alcance.
Esta es la razón de que estén sometidos a un especial control y escrutinio crítico, que ha de ejercerse, para empezar, en los propios parlamentos (razón por la cual las opiniones manifestadas por los diputados en esa sede son inviolables); para seguir, en los tribunales que vigilan el sometimiento a la ley de las autoridades públicas; y, para terminar, en los medios de comunicación, cuya libertad de expresión (que incluye el uso del humor de todos los colores, la sátira, la ironía y el insulto, hasta el de mal gusto) es un derecho insustituible para el ejercicio de ese control. De lo contrario, acabaríamos pensando que fueron los excesos de los dibujantes de Charlie Hebdo que osaron caricaturizar a Mahoma, y no los bárbaros que atentaron contra sus vidas —que encarnaban siniestramente la mismísima caricatura del Profeta que afeaban a la revista—, los causantes de esos atentados.
A políticos y periodistas se les puede reprochar, llegado el caso, la falta de inteligencia, ingenio y creatividad a la hora de enfrentarse al adversario o ejercer la crítica. Pero lo malo no es que la discusión sea agria o áspera, ni tampoco los insultos (porque todas estas cosas son prácticamente inevitables en una discusión viva entre locutores con convicciones); más importantes que la buena educación —que nunca está de más, incluso para insultar— son la buena argumentación (que es todo lo contrario de un argumentario de consignas distribuido como en la catequesis) y la buena discusión.
«El férreo encuadramiento partidista suele beneficiar al aparato de poder que distribuye cargos y lisonjas»
El férreo encuadramiento partidista suele beneficiar al aparato de poder que distribuye cargos y lisonjas, pero también a menudo perjudica al asunto del que se trata, que acaba desvaneciéndose en el fragor de la contienda verbal. Por encima del honor ofendido o del orgullo herido de sus señorías ha de estar siempre lo genuinamente honorable: la verdad de sus afirmaciones, la justicia de sus propuestas y la responsabilidad por sus acciones. En eso, y no en silenciar las críticas incómodas, es en lo que consiste la decencia de la vida pública.
Cuando se puso de actualidad la consigna de Carol Hanisch «lo personal es político», se trataba sin duda de evitar que injusticias y chanchullos como la violencia machista o el blanqueo de dinero pudieran ampararse en la excusa de que eran asuntos «personales» o «privados». Pero cuando se invierte esta idea para sostener que «lo político es personal», y se pretende así presentar el legítimo control parlamentario, judicial o periodístico del gobierno como si fuera una colección de ataques personales, como hizo el jefe del Ejecutivo en su espectacular Lost week-end del pasado abril, lo que se intenta es, de hecho, blindar al político contra todo control, como si sus asuntos fueran siempre «asuntos propios», y reducir la actividad pública propiamente dicha (las Cortes, los tribunales y los medios de comunicación) a un circo de pasiones privadas enfrentadas, muy apto para las redes sociales pero absolutamente inepto para el debate político.
Porque las críticas al presidente del Gobierno por su alianza con el separatismo, por los indultos, las modificaciones ad hominem del Código Penal, la amnistía a la carta para delincuentes condenados y prófugos, los intentos de politizar la justicia y la prensa y de polarizar y controlar las instituciones de la sociedad civil, así como la exigencia de aclaración acerca de lo que se parece mucho a oscuras operaciones de tráfico de influencias y conflictos de intereses, no tienen nada de personal ni de privado, sino que son la esencia de la vida pública de una democracia de derecho.
«No son las mentiras o los bulos lo que le acorrala, sino la verdad»
No es con su «personalidad» o con su familia, sino con las acciones (y omisiones) políticas de su Gobierno, con lo que se ha granjeado el presidente la antipatía ciudadana que tanto le ofende. Y no son las mentiras o los bulos lo que le acorrala, sino la verdad. Y es para combatir ese enemigo que le asedia para lo que se prepara, advirtiendo a la concurrencia que, a partir de ahora, este combate ya no será político, sino que se lo tomará como algo personal. E insisto: es un mal síntoma que la política se convierta oficialmente en un asunto personal o «propio».
Es posible que el presidente eligiese deliberadamente el día de San Fidel de Sigmaringa, primer mártir de la Congregación para la Propaganda de la Fe, para desaparecer de escena y así hacer notar a sus aliados separatistas, a sus socios de Gobierno y a los cargos de su partido lo mucho que le necesitan para conservar su relevancia; y también es posible que no fuese una coincidencia que su reaparición triunfal ante los medios se produjese el día de San Pedro Mártir.
Como el apóstol, se liberó por unos días de sus cadenas, dispuesto a huir del tormento; y, también como él, vio interrumpida su escapada por la aparición de su Señor (quizá el Señor de Waterloo), que le convenció para regresar a sus cadenas y aceptar su martirio. Pero esas cadenas son las que él mismo ha fabricado durante sus cinco años de mandato. Puede que algún día se expongan en la Moncloa como las de Simón Pedro, que se exhiben en la basílica romana de San Pietro in Vincoli.