La 'madonna del parto'
«Más que un tiempo de reflexión, se tomó unos días para construir un escenario de confusión que corriera un tupido velo sobre las actividades de la cónyuge»
Aprovechando que Sánchez se fue a reflexionar y que anunciaban lluvias en la península ibérica, nos fuimos de vacaciones al Bel Paese, a casa de una amiga en Umbría. Enseguida nos preguntaron: «¿Qué pasa con España?». Los periódicos italianos llevaban días titulando con los problemas de corrupción del presidente español y de su esposa. Les contamos, primero, que Pedro Sánchez estaba «reflexionando» sobre su futuro. Se pusieron a cocinar. «Disfrutemos de la rinascita y de la pasta», dijeron. Al día siguiente, en tal estado de humanista reflexión, nos fuimos a Monterchi a contemplar La madonna del parto de Piero della Francesca.
El historiador Giorgio Vasari utilizó por primera vez la palabra Renacimiento para reunir tras ella a los artistas, científicos, arquitectos o escritores que protagonizaron la ruptura con «el estilo de los bárbaros», con esa tradición medieval que Italia desterró al olvido en los siglos XIV y XV. Cuando paseas por esa tierra, por las calles de Arezzo, de Sansepolcro o de Assisi (el pueblo de San Francisco), todo parece más suave y mejor dibujado. La filosofía renacentista, que se basa en el derecho de los seres humanos a dar forma a sus propias vidas, nace con la misma perspectiva que Piero della Francesca y antes Giotto (el pintor del trecento) dan a sus frescos.
Entre aquellos hombres que buscaron un renacer tras la barbarie guerrera y religiosa de la Edad Media, se contaban, además de artistas y filósofos, grandes matemáticos como Luca Pacioli, el fraile franciscano precursor del cálculo de probabilidades. Los ciudadanos cultos de la Toscana renacentista valoraban el conocimiento y la educación. Preparaban ayudantes y discípulos para poder finalizar con maestría, sin prisas, unas obras que ya son eternas. Todos ellos sabían que el escorzo, presentar un cuerpo o un pensamiento en perspectiva, es fundamental. Sólo así se consigue analizar la realidad.
En estos tiempos, cuando el mensaje político cambia a ritmo de Tiktok, es complicado encontrar un líder de derechas o de izquierdas que piense el futuro perdiéndose en el detalle y aceptando la crítica. Las probabilidades de los actuales gobernantes de la España plurinacional se calculan a muy corto plazo; los porcentajes no les dan la mayoría necesaria (tampoco en las próximas elecciones de Cataluña) para gobernar. «Tira para adelante, que empujan atrás», piensan.
Cinco días se dio Sánchez para decidir su futuro y el del partido de fieles colaboradores (periodistas, asesores, empresarios o militantes a tiempo completo) que gira y vive (bien pagado) a su alrededor. El presidente español mira rígido al frente, sin escorzo que valga. Más que un tiempo de reflexión, se tomó unos días para construir, junto con sus escribanos, un escenario de confusión que corriera un tupido velo sobre las actividades de la cónyuge y de otros afines, ministros actuales o anteriores.
«Sánchez intenta demostrar que en Cataluña también manda él, aunque gane Salvador Illa»
Ya en plena forma, el presidente español anda por tierras catalanas hablando de la necesaria regeneración del sistema judicial y de la prensa enemiga. Intenta demostrar que en esa autonomía también manda él, aunque gane Salvador Illa (PSC). Necesita una victoria rápida, con fotos y vídeos virales, para mostrar su fuerza antes de las europeas. La izquierda española (que ya no es de centro porque no suma) se empeña en luchar contra un fascismo al que italianos, alemanes, portugueses y españoles dábamos por vencido hace muchas décadas.
Todos sabemos que las dimisiones no se pregonan, se ejecutan. Mis amigos italianos, que desconocen quién es Puigdemont (alias el Vivales), desconfiaron de la famosa carta al pueblo español. Acostumbrados a la tradicional burla con cara seria del gran Alberto Sordi, no le dieron mayor importancia a la misiva. «Nadie anuncia su dimisión a plazo y por escrito», razonó una muy culta ciudadana italochilena.
Italia, saben ustedes, es un país con un profundo sentido del humor, más propenso (acuérdense de Berlusconi) a la guasa que a la fría ironía anglosajona. Exageran mucho con los gestos -una mano va y la otra viene-, pero siguen a su aire, pensando que Giorgia Maloni tampoco será para siempre. El único patriota al que todos admiran es Garibaldi, el elegantísimo marino que, al grito de «Roma o muerte», luchó por la unificación de Italia durante el siglo XIX. Desde entonces, se adaptan al mandatario de turno, rezan al santo de su familia y se saben incapaces de recordar el nombre del primer ministro.
El actual presidente español tiene una gran capacidad, hay que reconocerlo, para actuar a corto. Cumple las órdenes de sus politólogos de cabecera y pasa a la siguiente fase sin mirar atrás. Es un soldado del día a día de la revolución sanchista. En su credo, la memoria histórica, tan subvencionada durante estos últimos mandatos, se olvida rápidamente cuando no conviene al pueblo (a la izquierda obediente o al independentismo necesario).
«Que la reforma de Sánchez, que pretende ‘cancelar’ al que disienta en medios judiciales y periodísticos, nos coja perdonados»
Tras hacer las maletas y salir a una última visita, escuchamos a un guía italiano explicar que sólo trascienden la cultura, la armonía y la belleza. Los españoles suspiramos aliviados. Viendo la realidad en perspectiva renacentista, nada de esto durará para siempre: ni las cartas ni las dimisiones ni las amnistías. Ni Él, seguramente.
Con dos enormes platos de ravioli tartufati servidos por Peppino en la trattoria Saracena, mi marido y yo hemos recuperado fuerzas antes de volver. Queremos que la regeneración de Sánchez, una reforma que pretende cancelar a todo el que disienta en medios judiciales y periodísticos, nos coja perdonados. Por si acaso, nos inclinamos ante La Resurrección de Piero della Francesca. Amén.