El Madrid que se desvanece
«Sigo observando la Madrid que muere y nace, la ciudad que tiene un secreto plan, algo parecido a un destino, para quienes peregrinan de todo el mundo a buscarlo en sus calles»
Llegar a Madrid desde Bogotá es casi como hacerlo desde Salamanca, Málaga o Valladolid. Hace veinticuatro años, cuando puse los pies aquí por primera vez, la ciudad empezaba a convertirse en esa capital de todos y para todos, en esa fiesta a la que cualquier hispanohablante, por simple curiosidad y morbo, se sentía invitado. ¿Qué pasaba en Madrid? ¿Cómo se vivía en Madrid? ¿Qué promesa oculta tiene reservada esta ciudad para mí? Quien viene, así sea sólo por una temporada, intuye la posibilidad de un destino. Yo no pensaba estar más de dos o tres años, y contra pronóstico, de forma casi milagrosa, aquí sigo. Pasé por una pensión de la calle Mayor (que aún existe, la Pensión Rodríguez), por un piso compartido en Reina Cristina, por un estudio en Lavapiés, por un edificio noble en Delicias. Hice la tarea completa. Mientras pasaban los años, vi en sus museos todo lo que no llegaba a la remota Bogotá, me perdí mil veces en laberintos de rotondas y diagonales, descubrí bibliotecas, escribí un libro en la del Reina Sofía; otro en la de la AECID. Aunque la ANECA me cerró las puertas de la academia, otras se me abrieron. Me mantuve a flote en el rebusque, y al final me gradué de madrileño con honores, bebiéndome una botella de tequila en la casa de Joaquín Sabina. Doblo ahora la edad que tenía cuando llegué, y nadie me saca de mi callecita en Ópera.
Me quedé en Madrid y Madrid mutó, se quitó una piel curtida de tabaco, y se abrió hospitalaria y generosa a América Latina. Mientras tanto, su fauna cambiaba. Algunos personajes que veía a diario se desvanecieron. Se jubilaron o murieron, no lo sé, el caso es que un día caí en cuenta de que ya no estaban y que con ellos se deshacía esa Madrid primera a la que llegué cuando la suerte se jugaba en pesetas. Recuerdo a ese señor que esperaba frente a la fachada principal del Museo Reina Sofía sujetando una imagen plastificada y desteñida del más famoso de los cuadros de Picasso. Allí estaba siempre, soltando la misma retahíla: «Les explico el Guernica de Picasso y….». Hasta ahí se le entendía. Después de la sexta palabra la lengua le hacía malabares. Supongo que nadie, o muy pocos, lo contrataban, y sin embargo cada día, con su mismo traje, esperaba algún turista que se detuviera a oír sus teorías picassianas. Era parte de mi paisaje cotidiano, hasta que un día no volví a verlo. ¿Qué ideas se desvanecieron con él, qué interpretación del Guernica? Tan solo para dejar constancia aquí, debí haberme detenido alguna vez a oírlo.
«Doblo ahora la edad que tenía cuando llegué a Madrid, y nadie me saca de mi callecita en Ópera»
A Madrid también la conocí corriendo. Cuatro o cinco veces por semana subía por el Paseo de las Delicias hasta Atocha, remontaba la cuesta de Moyano y le daba una vuelta entera al Retiro. De regreso, caminando y como premio, me detenía en las casetas de los libreros. Salía con cinco euros y volvía con dos o tres volúmenes, que se acumularon hasta formar mi biblioteca. Más que ningún otro, me intrigaba una librera muy mayor y de la peor mala leche (gracias a ella entendí qué era eso, qué era tener mala leche). Debía marcar más de ochenta años, y aún así, sola llegaba y sola se encargaba de montar su tenderete. Haciendo un esfuerzo descomunal, cargaba un tablón enorme que ponía sobre dos borriquetas. Ahí exponía luego sus ofertas. El ritual le tomaba más de una hora. Dejaba perfectamente ordenadas las filas de libros, con sus carátulas expuestas. Entonces llegaban los impertinentes curiosos a manosearlos y desordenarlos. «Aguiluchos, aguiluchos», refunfuñaba, y a quien se atrevía a rozar una carátula lo regañaba. Era una librera que odiaba a los manoseadores de libros. Les tenía poca fe. Creía que al final, después de desordenarle la mesa, nadie le compraría, y se anticipaba espantándolos con su mala leche milenaria. A ningún madrileño le he tenido tanto miedo como a esa octogenaria. Le compré varios libros, a pesar de todo, apuestas seguras que por su título u autor no ofrecían ninguna duda, y se podían adquirir sin necesidad de husmear el índice o dejarse tentar por los comentarios de la contracarátula. Acabé sintiendo una fascinación inexplicable por esa señora. Parecía odiarlo todo, los libros, los lectores, los libreros, todo. Y ahí seguía. Hasta que un día ya no abrió más su caseta.
En la calle Amparo, a treinta metros del estudio en el que viví, una pareja regentaba La Barraca. Era un bar diminuto, una barra y un pasillo, con foto de enanos toreros decorando la pared del fondo. Del techo colgaban patas de cerdo. Se llenaba, porque acompañaban cada caña con una ración de manchego y otra de jamón. La pareja no se hablaba; cortaba y cortaba y llenaba platillos y platillos, que lanzaban luego sobre la barra. Se decía que habían ganado una dotación vitalicia de jamones. Debía ser un mito urbano, pero ¿de qué otra forma se explicaba tal desprendimiento? Era el bar más cutre de Madrid. En él entendí las ambivalencias de ese término, su repulsiva magnificencia. Cuando dejó de abrir, me jodió. Las noches que ofrecía, esa particular posibilidad madrileña de habitar el tiempo y el espacio, también se desvaneció.
Voy a cumplir veinticinco años en Madrid, un cuarto de siglo, la mitad de mi vida. Los primeros rostros que identifiqué se fueron, la ciudad que pisé en 1999, también. Y no importó. Sigo observando la Madrid que muere y nace, la ciudad que tiene un secreto plan, algo parecido a un destino, para quienes peregrinan de todo el mundo a buscarlo en sus calles.