Contra el antisanchismo
«Debemos recordar que el antisanchismo es consustancial al sanchismo, lo que le da su fuerza y su razón de ser, el cemento que amalgama el muro entre españoles»
Hace ya unos años, Elvira Roca Barea publicó Imperiofobia, un ensayo que como tesis principal argüía que eso de la leyenda negra de España era un invento de otros, y que nuestro país no había sido tan truculento y atrasado como nos pintaron los ingleses en siglo XIX. Si uno se tomaba la molestia de investigar los archivos de la Inquisición, podía comprobar que de hecho quemamos a menos brujas que todas estas naciones cuyos imperios coloniales sucedieron al nuestro (que además era un imperio bueno, porque no era colonial) y que van de inventores de la democracia y la modernidad. En definitiva, un libro para quitarse los complejitos de ser español. Con ese título se inició una corriente historicista de rehabilitación del pasado.
Recuerdo que una diputada de Vox que conocí me regaló la segunda vez que la vi Sobre la leyenda negra, de Iván Vélez, casi como quien regala el Evangelio a un pagano. La irrupción de Vox coincidió en el tiempo con una corriente ensayística que dio cierta apariencia de rigor a un impulso legitimador para abrazar con orgullo la historia de la España imperial, de los tiempos en los que fuimos grandes, y de hacerlo con la sensación de que no era algo puramente emocional, sino de que había enjundia en esa mirada al pasado. El problema es que era exactamente eso, una mirada al pasado, un ensimismamiento nostálgico con un pasado en el que por fin somos grandes, que es algo que comparten todos los nacionalismos españoles: el catalán, el vasco y el voxista.
Mirar hacia delante siempre da más vértigo, porque el pasado es muy fácil de construir, pero el futuro cuesta bastante más inventárselo, sobre todo porque en algún momento el futuro se hace presente y deja de estar en un espacio imaginario para constituirse en realidad irrefutable que desmiente las estafas y quimeras de los políticos.
Fui a la presentación de Imperiofobia de chiripa, un amigo había organizado una cena con Antonio Escohotado y habían quedado en la difunta librería Los editores, para ver la presentación y salir de ahí a cenar. Presentaba Arcadi Espada, la librería estaba llena hasta la bandera y no pudimos entrar. Yo le comenté a Escohotado, al que conocí esa misma noche, que Arcadi Espada me parece un tipo brillante y que había disfrutado mucho de su lectura, pero que me empachaba ya con su monomanía antinacionalista. Se había vuelto un escritor previsible, atrapado en la reacción constante contra la matraca del nacionalismo catalán, tanto que formaba ya parte de esa matraca de acción-reacción que secuestraba la conversación política y que convertía a voces tan elocuentes en gente que se acomoda en un discurso anti-algo. Escohotado me dijo entonces que «el verdadero filósofo no es alguien que niegue, sino aquel que promueve la concordia y que tiene una verdad que afirmar».
Aquella frase se me ha quedado grabada, porque veo cada vez más a mi alrededor los síntomas terribles de una enfermedad que aún no sé nombrar, pero que se concretan en una masa enorme de intelectuales y de políticos ocupados en la negación del otro, en sembrar la discordia con el discurso anti (antifascista, antinacionalista, antitaurino, antifeminista, antisanchista, antizquierdista, antiespañolista), y en la nostálgica mirada al pasado (a la Transición, al Imperio, a 1714, a la Segunda República).
«Hay que empezar a ignorar a Sánchez, y desposeerlo de su papel de víctima»
Me cuesta reconocer al pensador que tiene una verdad que afirmar. De todos los discursos anti que proliferan, me empieza a cansar el antisanchismo abrasivo, que llegados a este punto de su presidencia se ha convertido en una obsesión que ha empobrecido la conversación política hasta convertirla en monotema, y que ha instalado a una parte importante de la sociedad en el odio y la reactividad inmediata.
Hay que empezar a ignorar a Sánchez, y desposeerlo de su papel de víctima. Hay que aprender de él un poco y hacer exactamente lo que él ha hecho con Puigdemont y con Junqueras, que mal que les pese a muchos, han sido derrotados en cuanto Sánchez les ha despojado de su codiciada condición de víctimas heroicas del fascismo español. Ya no pueden ser ni un Mandela encarcelado, ni un Tarradellas en el exilio, ni ninguna otra cosa que incómodos comparsas de su Gobierno en España, y ahora además, en Cataluña: encadenados, como en el bolero de Lucho Gatica: «Cariño como el nuestro, es un castigo / Que se lleva en el alma hasta la muerte / Mi suerte necesita de tu suerte / Y tú me necesitas mucho más».
El antisanchismo y la nostalgia por el espíritu pactista, reconciliador, de la Transición sume en un marasmo hecho de odio y melancolía a una parte importante de esa ciudadanía tranquila, que no es sectaria ni activista, ni canta himnos, ni se enardece con banderas. Debemos tener verdades que afirmar y miradas al futuro. Debemos recordar que este feroz antisanchismo es consustancial al sanchismo, lo que le da su fuerza y su razón de ser, el cemento que amalgama el muro entre españoles.