'Oligarquía' o el discurso contra los ricos
«Mucho cuidado con el discurso antioligárquico porque a veces lleva a ratoneras tiránicas o encumbra a arribistas amantes del buen vivir»
El CIS dice que la opción «antisistema» de Alvise (Luis Pérez, Sevilla, 1990) va a conseguir uno o dos representantes en el Parlamento europeo. No valoro al personaje ni a su formación, que ha tomado el significativo nombre de «Se acabó la fiesta». La idea de este tipo de partidos es que nos domina una oligarquía dictatorial en Bruselas que, con un plan oculto, vive a nuestra costa y está cambiando la identidad europea por la puerta de atrás. Los asuntos para enganchar a su electorado son la inmigración y la Agenda 2030, que compondrían la fiesta que quieren concluir. Como todo populismo, combina verdades con mentiras para explicar una conspiración que ellos desvelan. Son woke, gente despierta que habla a dormidos, atontados o engañados. Es el tipo de superioridad moral sin fundamento intelectual, de mesianismo hiperventilado, al que nos tiene acostumbrada la política de masas.
Al tiempo, el Partido Popular Europeo debate si pactar con Meloni, a la que acaban de sacar de la «extrema derecha», para mantener las políticas de Bruselas. Mientras, al otro lado, los Socialistas Europeos se tientan la ropa ante la visión de las urnas, y claman contra el peligro que suponen los «ultras» para conservar las directrices de la UE en inmigración y políticas sociales. Lo cierto es que aquí la gente lo que piensa es votar a Feijóo para abofetear a Sánchez, y viceversa, sin plantearse mucho más. ¿Es cierto que todos estos forman una oligarquía que sustenta un sistema de dominación ante el cual, el individuo, nada puede hacer?
Jeffrey Winters aporta algunas cosas interesantes en este sentido en Oligarquía (Arpa, 2024). Este politólogo norteamericano, que parte de la teoría crítica y el posmodernismo marxista, explica la historia de la Humanidad por la existencia de dominadores y dominados, de la oligarquía y del pueblo. Habla de cuatro tipos de oligarquía -guerrera, gobernante, sultanista y civil- y un solo tipo de pueblo. No entro en la polisemia del concepto de pueblo que el autor obvia, ni en su abuso retórico porque no es el sitio, pero quédense con la visión falsa de dos sujetos pétreos y enfrentados. Es tan disparatado como pensar en la historia como una lucha entre hombres y mujeres. Apunten otra premisa del autor: el oligarca, a diferencia del aristócrata, se distingue por tener el poder por razones injustas. ¿Y qué mayor injusticia para el progresismo que la riqueza? Lo ha adivinado: el mal es la desigualdad (no la pobreza).
Winters comienza su ensayo excluyendo a la clase política del concepto de oligarquía para referirse solo a los ricos y a la «extrema acumulación de riqueza». Esos ricos habrían dominado siempre y en todo lugar en contra del pueblo. El autor apunta pronto las dos armas para combatir a la oligarquía civil, definida por la ficción de que los políticos no pertenecen a ella. Esas dos armas son las típicas de la izquierda populista: la distribución de la riqueza y la democracia participativa.
Los grados de una y otra; esto es, hasta qué punto se reparte la riqueza, quién lo hace, según qué criterio, durante cuánto tiempo, y cómo, quién o sobre qué se participa democráticamente quedan a la imaginación del lector. Para que funcione esta falacia, Winters distingue entre oligarquía (los ricos) y la élite (políticos, intelectuales y gente de la cultura, ya se sabe). Los primeros, mal, muy mal, y los segundos, camisa blanca de nuestra esperanza… cuando no están vendidos al capital. Esta cantinela debería hacer las delicias del populismo, tanto izquierdista como nacionalista. A ambos les recomiendo vivamente esta obra.
«Tampoco sirven a Winters los Estados del bienestar europeos porque la riqueza sigue acumulada en pocas manos»
El lector se va deslizando por el libro de intenso aroma marxista desde la antigua Atenas a la moderna Singapur, temiendo el bombazo, que llega al final: Winters defiende que la URSS acabó con la oligarquía -recuérdese, solo económica, no política- y, por tanto, fue mejor régimen que cualquier otro en la historia, incluidas las democracias liberales europeas (p. 449). Por eso, apunta Winters, la Rusia de Putin es peor que la dictadura de Stalin.
Lo mismo en el caso chino: era preferible la Revolución Cultural de Mao -antropofagia incluida- que la China actual dominada por millonarios. Tampoco sirven a Winters los Estados del bienestar europeos porque la riqueza sigue acumulada en pocas manos. En suma: la conclusión es un disparate. No voy a hablar de la ignominia que es pasar por alto, como hace el autor, el pisoteo de los derechos humanos en las dictaduras comunistas y los millones de asesinados. A Winters no le importa la libertad, sino combatir la «acumulación de riqueza» y que no se mantenga la «estratificación económica de la sociedad» (p. 455). Lenin estaría orgulloso.
¿En qué partido militaría Winters si fuera español? Podemos, sin duda. Diría que hay que acabar con la Europa de los mercaderes, que un sóviet convenientemente elegido entre expertos dictara la igualación material de las personas, que hay que transformar la sociedad desde el Estado, y que la política se decida en asambleas o círculos bien dirigidos por el centralismo democrático del Politburó podemita. Vamos, que una oligarquía sustituya a otra, políticos incluidos, como ya señaló Dalmacio Negro en La ley de hierro de la oligarquía (2015). Por eso, mucho cuidado con el discurso antioligárquico porque a veces lleva a ratoneras tiránicas o encumbra a arribistas amantes del buen vivir.