Línea clara
«La colonización de nuestros diarios por un chorreo de anglicismos lleva demasiado lejos esa paleta complacencia con los especialistas, pedantes por definición»
Hace siglos cierto aristócrata inglés era famoso en la buena sociedad por su invariable elegancia. En una sesión de gala una dama se le acercó para celebrar su indumentaria: «¡Qué elegante va usted hoy, lord Brummel!». El interesado se sonrojó un poco: «Señora, no debo ir tan elegante cuando usted lo ha notado». A los escritores nos pasa un poco lo mismo o por lo menos a mí: tiemblo cuando me dicen «¡qué bonito lo que escribió usted ayer!». En cuanto oigo el elogio, me pongo mentalmente a repasar mi texto para identificar la afectación o la cursilería que me han valido el homenaje. Me refiero principalmente a las colaboraciones periodísticas, no a novelas o poemas. En las obras de creación literaria la estética y, por tanto, cierto artificio formal son una obligación, aunque a mi juicio cuanto menos se ostenten mejor. Pero en los artículos de prensa la elegancia consiste en la claridad y la precisión. El esfuerzo estético nunca debe notarlo el lector, por lo mismo que Lord Brummel no quería llamar la atención con el buen corte de su traje. Es un regalo discreto que se le hace, sin cantar a voz en grito el «cumpleaños feliz» para que todos se enteren y él no tenga más remedio que agradecerlo. Los artículos son para informar o aclarar discursivamente algo, para exponer una opinión o hacer una recomendación, no para dejar boquiabierto a nadie. Cuanto más se empeña en lucirse el autor, menos provecho sustancial obtiene la víctima que le lee.
La pasada semana la Real Academia organizó la primera Convención de la Red Panhispánica de Lenguaje Claro que reúne a representantes de todos los lugares del mundo donde se habla español. El propósito es reivindicar la importancia de la nitidez del lenguaje en todos los campos, sea la ciencia o la burocracia, la medicina, el periodismo o la educación. Existen jergas especializadas en muchos campos y con frecuencia su uso está justificado porque se dirigen a personas que ya conocen esos temas y prefieren hablar de ellos con la mayor precisión técnica posible. Las crónicas de los encuentros de fútbol se harían insoportables a los aficionados si hubiera que sustituir a cada paso el término «gol» o «penalty» por una descripción accesible a quien nunca hubiesen pisado un estadio. Pero sin duda la colonización de varias secciones de nuestros diarios por un chorreo de términos anglosajones (algunos de los cuales tienen versiones nada rebuscadas en castellano) lleva demasiado lejos esa complacencia algo paleta con los especialistas, pedantes por definición. Sin embargo, hay otras áreas en que el recurso a technicalities o voces abtrusas que sólo conocen los iniciados pueden perjudicar seriamente los intereses de los usuarios: pensemos en quienes reciben comunicaciones de su banco o de la administración pública, de su farmaceútico o en un folleto de instrucciones de un electrodoméstico. Abundan los casos en que las disposiciones que comprometen al ciudadano en un contrato están escritas no sólo en letra pequeña sino sobre todo en terminología enroscadamente ininteligible. Por supuesto abundan los líderes políticos que son expertos en formular sus promesas o advertencias de forma tan alambicada que luego, llegado el caso, puedan desdecirse de ellas pretextando que fueron malentendidos…
«En las obras de creación literaria la estética y, por tanto, cierto artificio formal son una obligación, aunque a mi juicio cuanto menos se ostenten mejor. Pero en los artículos de prensa la elegancia consiste en la claridad y la precisión»
Pero volvamos a la claridad en la prosa periodística que es la que más me interesa por razones obvias. George Orwell fue el más destacado paladín de la nitidez expresiva en la prensa no como un valor meramente utilitario ni mucho menos estético sino moral. Para Orwell el escritor que no miente ni oculta nada puede ser claro sin temor. La oscuridad es casi siempre un presuntuoso disfraz del engaño y también de la ignorancia. O, más frecuentemente, de la inanidad: para hacer creer que una habitación vacía está llena de tesoros el primer paso es apagar la luz. Es curioso que los consejos del muy decente Orwell para asentar la claridad ética de un artículo periodístico (algunos tan ingenuos como preferir las palabras más cortas a las largas) fueron prefigurados en la práctica por el primer gran columnista de opinión, a mi juicio nunca superado estilísticamente: Voltaire. Sus numerosos textos breves cumplen casi sin excepción las exigencias orwellianas, aunque añadiendo otro rasgo característico: el humor. Voltaire bromea maliciosamente no por frivolidad sino para retener la atención del lector y aún más de la lectora, que nunca está asegurada. Echa un cebo jocoso para que su público muerda el anzuelo y trague la lección ideológica que nunca falta en lo que escribe: cuando Voltaire se pone en modo columnista siempre es intencionado, nunca para lucirse o pasar el rato. George Orwell, Voltaire, Chesterton y sin duda Larra, maestros de la nitidez tanto estilística como mental cuyo modelo ninguno de quienes hoy tratamos de seguir su misma senda debemos perder de vista.