THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Orwell entre nosotros

«No esperamos que los políticos digan la verdad. Nos hemos habituado a la teatralización de la política, tanto como al uso de un lenguaje manipulado»

Opinión
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Orwell entre nosotros

Retrato de George Orwell. | Wikimedia Commons

Es imposible leer a Orwell y no señalar con el dedo a gran parte de nuestra clase política, a los intelectuales de pacotilla y a no pocos periodistas, incluso a esos que ahora se llaman «creadores de cultura». Página Indómita acaba de publicar una compilación imprescindible del maestro británico titulada La corrupción del lenguaje. Ensayos sobre propaganda, mentira y manipulación en la política. Son cincos textos culminados por los Principios de la neolengua, el revelador apéndice de 1984. Si usted, lector, quiere comprender uno de los factores de la crisis política que sufrimos, y en la que todos participamos, tiene en Orwell la explicación que necesita.

El escritor británico no tuvo reparos para denunciar a esos intelectuales de pacotilla que vivían de darse palmadas mutuamente, como gran refrendo de la mediocridad, y sin atreverse a gran cosa para no perder su posición. Eran esos que hablaban a la gente con condescendencia y misantropía, desde una torre de marfil que a nadie importaba más que a ellos. Esto es muy actual. Orwell los retrata bien, por ejemplo, cuando dice que son esos que, entre otras cosas, utilizan palabras de otras lenguas para darse un aire culto, a pesar de que esas mismas palabras existen en su propio idioma. Son esos «malos escritores» instalados en la «ciencia, la política y la sociología», obsesionados por aparentar modernidad. 

Orwell alertó también del uso de frases hechas que ahorran la utilización del ingenio, sí, pero que también crean marcos mentales. Las sueltan los políticos y las reproducen los medios. Hoy serían, por ejemplo, «líneas rojas», «ultra» o «mover ficha». Pero hay otras prácticas peores que atañen a la colaboración con el autoritario. Se refiere a la creación y difusión de palabras nuevas con un significado partidista, y que buscan la manipulación. El engaño consiste en que esos vocablos recién nacidos sustituyan a los antiguos para monopolizar una interpretación de la realidad. 

«La verdad existe. No es una construcción narrativa. Su vínculo con la democracia es obligatorio»

El éxito de esa maniobra es que la gente, nosotros, expliquemos el pasado y el presente, o pensemos el futuro, usando las palabras que los manipuladores de la política introducen en la sociedad. Es una forma sutil de totalitarismo. La finalidad es que solo haya una forma de entender la vida. Hay que reconocer con Orwell que la izquierda es maestra en este menester. 

«El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen veraces», escribió el autor de 1984. Y, cuando la mentira sustituye a la verdad, o peor, cuando la gente se acostumbra, y da igual la veracidad de las palabras o de las acusaciones siempre que sirvan para que «los nuestros» estén en el poder, es cuando la democracia se habrá pervertido. El problema es que ese camino de perversión es casi irreversible. 

La verdad existe. No es una construcción narrativa ni una variante poliédrica. Su vínculo con la democracia es obligatorio. En cambio, el uso reiterado de la mentira en política supone la destrucción de los pilares de cualquier sistema democrático. Lo estamos viendo hoy en España con el PSOE de Sánchez

La mentira destruye la confianza de la gente en la clase política, y aborrega y fanatiza a la masa. «Quizá algún día tengamos un gobierno genuinamente democrático» —escribió Orwell— «un gobierno que quiera contar a la gente lo que ocurre, y qué debe hacerse al respecto, qué sacrificios son necesarios y por qué». Hoy no podemos esperar una cosa así. Votamos tapándonos la nariz, esperando que nuestro enemigo quede en segundo lugar. No esperamos gran cosa de los políticos, y menos que digan la verdad. Nos hemos habituado a la teatralización de la política, tanto como al uso de un lenguaje manipulado, tosco, pueril, que sonroja pero que aceptamos porque constituye el precio de la democracia. 

Es aquí cuando la «neolengua» se convierte en el pan nuestro de cada día. Lo explica en el apéndice a 1984. Este texto incorporado en la compilación de Página Indómita es perfecto para una práctica universitaria. Se puede pedir a los alumnos que lo comenten sin utilizar frases hechas, sino desde la heterodoxia, que es, como escribió Hanna Arendt, la prueba de la existencia de la libertad. En caso contrario, si nos acogemos a la corrección, la lengua libre será sustituida por el código político, ese mismo que empieza utilizando un partido y sus terminales culturales, y acaba siendo la única forma de expresión. 

El propósito de esa «neolengua» es la dictadura. Sus palabras y expresiones gramaticales, dice Orwell, proporcionan una manera de expresar el mundo, crean hábitos y, lo peor, excluyen otras formas de pensamiento. El uso del lenguaje libre se convierte así en herejía. Pensemos, por ejemplo, en el llamado lenguaje inclusivo, siempre acompañado de una argumentación moral y justiciera que nadie osa discutir. Esa inclusión da una visión de cómo debe ser el mundo y, en consecuencia, de su ordenamiento a través de una legislación propia de la ingeniería social. 

«Es una dictadura del lenguaje para crear una coartada política para la exclusión»

Se trata de legislar para construir aprovechando el marco mental creado por el lenguaje. Así de sencillo. Por eso hemos aceptado leyes que vulneran la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, o entre españoles por vivir en territorios distintos. De hecho, la acepción «legal», «civil» o «política» se ha eliminado del concepto «igualdad», que ya solo se entiende como algo material o de género por una cuestión de estrategia partidista. Y esto lo hemos aceptado todos.

La «neolengua» de estos tiranos no está pensada para ampliar el alcance del pensamiento, para el progreso humano y la convivencia en libertad. El objetivo es reducir la pluralidad y mandar con facilidad. Esta es la razón de que se abolan palabras, o que ya no sea conveniente usarlas, ni en lo que se refiere al género ni a los territorios. Decir «Lérida», «Vascongadas», «La Coruña» o «Gerona» sitúa a quien la pronuncia entre las derechas y, por tanto, se convierte en alguien a contracorriente y repudiable. Eso es una dictadura del lenguaje para crear una coartada política para la exclusión. 

Con el tiempo la capacidad de crítica, escribió Orwell, se reduce porque las palabras para hacerlo ya no existen o están en desuso. Lo vemos día a día. Cuando se utiliza ese lenguaje tradicional para denunciar la situación, la gente está más atenta a las palabras «prohibidas» que al contenido. Quizá ese sea el medio de protestar, apuntó el escritor británico, escandalizar con el uso de las palabras que los políticos no quieren que utilices. 

Orwell termina con una premonición de lo que hoy llamamos cultura woke, que consiste en reescribir el pasado atendiendo a la sensibilidad política de los colectivos victimizados. Si a esto le añadimos la «neolengua» se habrá «cortado el último vínculo con el pasado» verdadero. La historia se mirará con los ojos de unos dictadores morales y políticos, usando sus palabras, y asistiremos a la destrucción de los originales para que no quede vestigio de lo que pasó en realidad. Lean a Orwell. Todavía es posible.

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