THE OBJECTIVE
José Luis Pardo

El lado correcto

«La convicción de pertenecer al bando de los buenos es la que ha santificado la munición con la que los hombres hemos cometido las mayores atrocidades»

Opinión
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El lado correcto

Ilustración de Alejandra Svriz.

El pasado 23 de mayo en un acto inaugural de la campaña para las elecciones europeas pudo escucharse a dos oradores defender que su partido se encuentra «en el lado correcto de la historia». No es la primera vez que se oye este argumento en un debate político (a propósito de la aprobación de la llamada ley trans, Carla Antonelli afirmó que, con ella, «España se pone del lado correcto de la historia»), pero no deja de ser llamativo que, en lugar de acudir a los detalles del programa electoral o de presentar un balance positivo de gestión, se recurra a una declaración tan contundente para pedir el voto. Quienes lo hacen, evidentemente, se sienten muy cómodos en ese alojamiento. Y ese es precisamente el problema, porque es una ubicación muy peligrosa.

La cuestión de cuál es el lado correcto —y cuál el incorrecto— de la historia no es nada fácil de determinar, porque no está nada claro que los juicios morales sean el modo adecuado de contemplar la historia. Ni uno solo de los peores canallas cuyos nombres llenan las páginas del pasado tuvo jamás la menor duda, a la hora de emprender sus hazañas, de que pertenecía al bando de los buenos ni de que sus enemigos eran los malos. De manera que esa seguridad subjetiva no puede considerarse como una prueba.

Existe, por supuesto, una forma —un poco tosca, pero muy corriente— de dirimir la cuestión a posteriori: se sabe quiénes estaban en el bando correcto porque son los que ganan (las guerras o las elecciones). Pero, además de que eso suena mucho a una identificación de la razón con la fuerza bruta (son los buenos porque han ganado y, en consecuencia, serán ellos quienes decidan a partir de entonces quiénes eran los buenos y quiénes los malos), para poder hacer ese juicio habría que descartar la aciaga posibilidad de que alguna vez ganasen los malos. Algo que solo puede hacerse presuponiendo que en la historia, al final, siempre ganan los buenos. Y, como quizá no es necesario advertir, esta suposición, como la contraria —la de que en la historia los buenos siempre pierden—, es de naturaleza teológica. Y la teología no es una teoría científica.

De manera que, si ni las victorias empíricas ni las hipótesis teológicas permiten distinguir en el terreno histórico a los buenos de los malos, la creencia en que la historia tiene «lados» (y de que además son solo dos) no deja de ser, como toda fe religiosa, una certeza meramente subjetiva que nada prueba. Lo que no equivale a negar su eficacia práctica: la convicción de pertenecer al bando de los buenos es la que ha santificado casi siempre la munición con la que los hombres hemos podido cometer sin escrúpulos las mayores atrocidades contra quienes no estaban en nuestro bando, puesto que, como ha dicho uno de los oradores antes evocados, teníamos razón.

Y, como cantaba Bob Dylan, nadie cuenta los muertos cuando tiene a dios de su parte. Yo suelo decir —disculpándome por sacar el comodín de la Segunda Guerra Mundial— que las víctimas de Stalin no debieron sentir un gran consuelo al saber que, a diferencia de lo que ocurría con las de Hitler, a ellas se las masacraba con razón; por el contrario, ello tuvo que aumentar su desesperación. Y todo esto vuelve a ser un ejemplo de lo que Max Weber llamaba «el vicio clerical de pretender utilizar la moral para tener siempre razón» en asuntos históricos, lo que para él constituía la mayor abyección posible en el terreno político.

«¿Puede un gobernante desentenderse de una parte de sus gobernados alegando que constituyen la parte maldita de la nación?»

Porque, como puede observarse en tantos otros casos en los que ha dominado la superstición de que la historia corre presta hacia un futuro mejor y de que solo hemos de asegurarnos uno de los cómodos asientos de los vencedores —que son los dispuestos en el sentido de la marcha—, cada vez que ese tren pasa por una nueva estación y se retrasa su llegada al destino final de salvación que aguarda a los elegidos y que justificará todo lo que podría parecer a primera vista injustificable (recuérdese la advertencia del viejo Althusser: el porvenir tarda mucho), aumenta la sospecha de que la velocidad del trayecto no se debe únicamente a las prisas por alcanzar la feliz conclusión, sino también a la necesidad de hacer invisibles o, al menos, de convertir en costes insignificantes los desperfectos causados por ese avance.

¿Puede en verdad un gobernante desentenderse de una parte de sus gobernados alegando simplemente que constituyen la parte maldita de la nación (o del mundo) y que no han tenido, ni tienen ni tendrán nunca razón, porque están en el lado incorrecto de la historia?

Dicho esto, no me haga el lector mucho caso (ya me guardo el comodín). Seguramente es mejor no tomarse muy en serio las proclamas que se hacen durante las campañas electorales, porque es probable que tampoco lo hagan quienes las pronuncian. Y, por supuesto, es mucho más confortable acariciar la certeza de estar en el lado correcto de la historia y no empezar a dudar de nuestra superioridad moral, porque si lo hacemos igual acabamos en el lado incorrecto. Y eso sí que no.

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