THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Tumbas, gusanos y epitafios

«Tanto en la guerra de Ucrania como en la de Israel, no deja de sorprender la puerilidad de la opinión pública con respecto a qué es una guerra o cómo funciona un Estado»

Opinión
8 comentarios
Tumbas, gusanos y epitafios

Ben Whishaw, en el papel de Ricardo II en la serie 'The Hollow Crown'. | .

«Que nadie me hable de consuelos. Hablemos de tumbas, gusanos y epitafios». Ricardo II, en la obra que le dedicó Shakespeare, está a punto de rendirse y abdicar en su enemigo Bolingbroke, el futuro Enrique IV, cuando pronuncia estas palabras. Con ellas, el poder de algún modo se desnuda y se contempla en toda su crudeza. ¿Qué hay tras esa corona que todo el mundo ambiciona? La rueda de tortura de la historia, una sucesión de cadáveres y moscas que viene siendo la pesadilla de la humanidad desde la noche de los tiempos. Como escribió Ferlosio en uno de sus pecios, podemos adivinar perfectamente, sin temor a equivocarnos, lo que pondrá en la última pintada de la última pared en toda la historia de la especie humana: «¡Qué vergüenza!».

Pero a pesar de todos los indicios, la modernidad ha disminuido, por así decirlo, nuestra capacidad imaginativa al respecto. La Ilustración promocionó una idea del hombre que, si bien en muchos aspectos nos sirvió para poner coto a pasados desmanes, también nos desarmó frente a lo peor de nuestra condición, que desde entonces no ha dejado de producirnos reacciones cada vez más ingenuas. Como decía Ortega, la tiranía kantiana del «debe ser» acabó eclipsando lo que «es». En uno de los cursos sobre literatura que impartió en la Universidad de Barcelona a mediados de la década de 1960, Gabriel Ferrater se refirió también a esa cuestión. Comentando una escena particularmente cruel de un cuento de Joaquim Ruyra, observó:

«Esto es algo que Trilling, por ejemplo, ha dicho muy bien en La imaginación liberal, que es lo siguiente: la gente digamos progresista, la gente digamos de izquierdas, la gente digamos sofisticada, la gente urbana de nuestra época, o sea el mundo de los intelectuales, de los intelectuales urbanos, ha ganado muchas cosas. Ha ganado mucha capacidad de análisis, mucho refinamiento en muchos aspectos de la moralidad, pero por otra parte ha perdido una cualidad, que es la capacidad de aceptar, por así decirlo, las situaciones elementales de la vida tal como son. Hasta el siglo XVIII, más o menos, todo el mundo tenía un conocimiento completamente básico de las capacidades de maldad, de violencia, de desorden, que forman parte de la naturaleza humana».

Ferrater hablaba entonces frente a un público de estudiantes conmocionado por la guerra de Vietnam. Y por eso se atrevió a decirles: «Por ejemplo: leyendo ahora las revistas norteamericanas, las revistas intelectuales que están obsesionadas por la lucha contra la guerra de Vietnam, hay dos elementos. Uno, las ganas de acabar con la guerra de Vietnam, cosa que es muy respetable y todos estaremos de acuerdo en ello. Pero, por otra parte, hay un elemento que a uno a veces le desconcierta, que es la sorpresa, el hecho de que les cause perplejidad que los políticos sean políticos y hagan guerras de Vietnam y las hayan hecho siempre y siempre las harán».

La cuestión, como se entenderá, sigue siendo absolutamente vigente. Tanto en el caso de la guerra de Ucrania como ahora en el de la de Israel, no deja de sorprender la esencial puerilidad de buena parte de la opinión pública con respecto a qué es una guerra o cómo funciona un Estado. De ello también se deriva luego la utilización arbitraria y ligera de conceptos como «genocidio» o «crímenes de lesa humanidad», que tienen tras de sí una larga y compleja literatura jurídica, muy bien explicada por Philippe Sands en Calle Este-Oeste (2016), un libro imprescindible para entender la controversia moral que hay tras la terminología.

No se trata, por supuesto, de resignarse o insensibilizarse antes las atrocidades de Hamás –en cuyo punto de mira, por otra parte, estamos todos los ciudadanos de Occidente sin excepción– o frente a las masacres ordenadas como respuesta por el Gobierno de Netanyahu, ese nuevo Macbeth, sino justamente de enfrentarse a ello con una conciencia mucho más severa de lo que ahí está ocurriendo. Las proclamas candorosas y vacías a menudo sirven tan solo para disimular el horror y anestesiar al propio bando con una falacia altruista o una apología histórica.

En los últimos años de su vida, Ernst Jünger provocó un revuelo al afirmar en una entrevista que la obligación de Hitler era ganar la guerra. Jünger era entonces casi centenario y pertenecía a una época desaparecida. Pero antes que escritor –él  nunca hubiera aceptado la tacha de intelectual–, Jünger había sido militar. Su imaginación –y se trata de una de las razones por las que lo seguimos leyendo– no pertenecía a ese ámbito urbano y sofisticado del que hablaba Ferrater sino a un mundo todavía arcaico, libre de compromiso y por ello mismo mucho más veraz con respecto a las cuestiones más inquietantes de nuestra especie. La esfera pública creada a lo largo del siglo XVIII era incompatible con ese testimonio, que por ello solo podía suscitar en los periodistas escándalo y aun repugnancia.

Pero cabría preguntarse hasta qué punto esa domesticación ideológica de la imaginación no ha redundado en el fondo en una ineptitud moral, en las antípodas de lo que pretendía la figura del intelectual en sus albores. Entre otras muchas lecciones, el siglo XX nos legó la evidencia de que la militancia en una causa que parece defender el bien y la justicia puede aparejar otra forma de atrocidad. No hace falta recordar el historial de tantos intelectuales al servicio de los totalitarismos, en sus variantes tanto fascistas como comunistas. En España lo hemos sufrido a lo largo de la democracia con la connivencia de la extrema izquierda y el terrorismo etarra, aún mitificado por algunos sectores ideológicos. Hace escasas semanas, el Consejo de Gobierno de la Universidad del País Vasco hizo público un manifiesto de «apoyo a Palestina ante la catástrofe humanitaria de Gaza». Se trata de la misma universidad que jamás se dignó solidarizarse con sus profesores amenazados por ETA. Como se ve, la sensibilidad por las lejanas catástrofes humanitarias no es óbice para ser agente de una catástrofe moral propia y genuina. 

Ahí es donde con mayor crudeza se pone de manifiesto la ingenuidad de la que hablaba Ferrater, una carencia que termina por someter al hombre a sus propias abyecciones. Como escribió Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral: «Está encerrado en esta conciencia y la naturaleza tiró la llave. ¡Ay de la funesta curiosidad del filósofo que desde el recinto de la conciencia quiera mirar un momento a través de una rendija hacia fuera y hacia abajo! Quizás tendrá entonces el presentimiento de cómo el hombre descansa sobre lo voraz, lo insaciable, lo repugnante, lo despiadado, lo homicida, en la indiferencia de su ignorancia, montado en sueños, por así decirlo, sobre los lomos de un tigre». 

Shakespeare no entendería nada si leyera nuestra actual prensa canallesca. Y probablemente se moriría de risa ante algunas efusiones pacifistas. Su obra está incontaminada del discurso pedagógico sobre el hombre que empezó a formularse más tarde y que por otro lado entró en quiebra de la forma más siniestra en el siglo XX. Sin embargo, su asunción sin complejos ni ambages de lo peor de la humanidad sigue siendo una forma mucho más eficaz de enfrentarnos a ello que las cándidas pancartas de nuestra era, compuestas a menudo por un pareado idiota. Como observó Canetti, en la obra de Plutarco y en la de Shakespeare, su sucesor, ocurren cosas terribles. Pero lo terrible, en ambos, sigue siendo doloroso. A quienes con tanta seguridad amaron al ser humano, les estuvo permitido verlo todo y escribirlo. A nosotros, en cambio, el imperio de las ideologías no solo nos ha cegado ante lo más elemental, sino que además nos ha adiestrado en el odio, convirtiéndonos en bufones de nuestras propias tragedias

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D