THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Donald Trump, culpable

«La fragilidad democrática de nuestros días también tiene que ver con la pérdida de la intimidad»

Opinión
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Donald Trump, culpable

El expresidente de EEUU Donald Trump. | Europa Press

De manera unánime, los 12 miembros del jurado popular declararon culpable a Donald Trump de los 34 cargos de los que se le acusaba en el Tribunal Penal de Manhattan. Todos ellos, relacionados con las falsedades contables y comerciales con las que intentó disfrazar el pago de 130.000 dólares a la ex actriz porno Stephanie Gregory Clifford, alias Stormy Daniels, para mantener en silencio la relación que mantuvieron, o al menos que no saliera a la luz durante la campaña electoral de 2016. El dinero negro había salido de fondos no declarados de recaudación para la propia campaña, lo que implica un delito electoral y otro fiscal. La acusación, Estados Unidos contra el ciudadano Donald J. Trump, contó con la ayuda del antiguo abogado del expresidente, Michael Cohen, cuyo arrepentimiento por haber trabajado a su lado lo ha llevado a denunciar en tres libros, decenas de artículos y centenares de apariciones públicas la naturaleza básicamente criminal de la organización Trump.

Los detalles que ha dado Stormy Daniels de su noche con Donald J. Trump son tan vergonzosos que producen un morbo que explotan sin piedad las mil y una terminales mediáticas en bucle. La historia, vuelta a narrar por la ex actriz durante el juicio, supura mal gusto, y dibuja un mundo de chatarra moral en donde la arrogancia va de la mano de la incultura. Nada de esto tendría importancia, por supuesto, ya que fue un encuentro libre y voluntario entre dos adultos. A nadie debería importarle la forma con que un excéntrico millonario de Manhattan pase su tiempo libre, ni siquiera la forma en que un presidente de Estados Unidos pase su tiempo libre. El problema es que para alcanzar el cargo –y está por verse si en el cargo– delinquió.

«En los países postcapitalistas, la despiadada lucha por la audiencia invita a la gente a vender su intimidad al mejor postor»

La fragilidad democrática de nuestros días también tiene que ver con la pérdida de la intimidad. El chisme convertido en industria vulnera el derecho a la privacidad. Más perplejidad me produce el que airea su vida en las redes sociales a cambio de nada, salvo la dopamina de la fugaz popularidad. En los países comunistas nadie estaba a salvo, porque la intimidad estaba vigilada por los servicios secretos para detectar cualquier desafección al sistema. El miedo era un incentivo para la delación en una tupida red de complicidad que permitió la supervivencia de un modelo en el que nadie creía, salvo una pequeña camarilla, también en peligro. En los países postcapitalistas, la despiadada lucha por la audiencia invita a la gente a vender su intimidad al mejor postor. Lo que nos lleva a saber cosas de los demás que no quisiéramos saber pero que no podemos evitar saber. Basta una televisión encendida en la peluquería. El peligro es cuando ese mundo salta de la sociedad del espectáculo a la política. Mejor dicho, cuando convierte a la política en un vacío espectáculo de popularidad. El peligro es cuando el antiguo maltratador de un reality de la telebasura dirige la nación más poderosa de la historia.

Mary Lea Trump, la sobrina del ex presidente, había advertido sobre la frágil psicología del hermano de su madre. «Trump se sabe un fraude y trata de engañar a todos todo el tiempo, empezando por sí mismo». Es el abusador de la clase que tiene miedo de llegar a casa y mirarse en el espejo. Un vendedor de coches chocados al que por primera vez en su vida la realidad real, no el laberinto distorsionado de la fama y el poder, le ha dado una bofetada en la cara. No logró intimidar el juez. Ni manipular al fiscal ni embaucar al jurado popular. Doce ciudadanos normales –«perdedores», en la neolengua trumpista– le dijeron a la cara: «culpable». En la declaración a la prensa posterior a la sentencia, un incoherente Trump dijo que «si algo así podía pasarle a él, entonces ya nadie estaba a salvo». Qué manera de mentirse a sí mismo. El significado del juicio es justamente el contrario. La ley es igual para todos. Lo sorprendente es que las primeras encuestas tras el fallo demuestran que el resultado del juicio no ha hecho mella en la intención del voto que lo elegiría. Al contrario. El odio a la impostura woke ciega el juicio. Un payaso con obvios trastornos de personalidad no debería ser la respuesta. Ni en Estados Unidos ni fuera. 

La elección del próximo 5 de noviembre, que va a determinar el futuro del mundo, será entre la senilidad y la infamia. Un felón faltón y un senil trastabillante. Si Tocqueville abriera los ojos se quedaría de piedra.

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