El futuro se escribe hoy
«Si el turismo crece tan desmesuradamente y desfigura las ciudades y la costa es porque detrás hay políticos y vecinos que así lo desean, ya que en sus manos brilla la luz del dinero»
El turismo representa en España alrededor del 12% del PIB. Junto con la construcción, se trata de uno de los grandes deportes económicos nacionales. El año pasado, el país recibió a 85 millones de viajeros extranjeros, una marca que sólo superó Francia. Si esta industria fuese una gallina, su cesta estaría repleta de huevos de oro.
Similar en su delicadeza a una orquídea, la sociedad queda transformada por estos flujos. Se trata, en esencia, de una cuestión física: si los centros de las ciudades se llenan de hoteles y apartamentos turísticos, la oferta de vivienda se reduce y el habitante urbano ha de emigrar hacia los anillos exteriores de la ciudad. Los precios de los restaurantes y el comercio suben, las tiendas de souvenirs sustituyen a las fruterías y los locales con consignas y máquinas expendedoras (24 horas a su servicio) engullen a la última mercería o zapatería de la aldea gala.
Quien resiste está condenado a recibir una llamada del casero reclamando una subida del alquiler o, en los casos más extremos, una expulsión para colocar el apartamento en Airbnb. En la costa gaditana, por ejemplo, el mecanismo es más creativo: si uno quiere vivir todo el año en Los Caños de Meca o Zahara de los Atunes, se topará con una cláusula que determina que durante el verano la casa ha de ser desalojada por el bien de la pela.
Es curioso que, estando tan vacía, España insista en construir y gentrificar sus territorios más poblados y sensibles, los que integran ese litoral amenazado por la subida del nivel del mar. Ya es habitual que las cadenas hoteleras más importantes consulten con sus aseguradoras si les conviene edificar a pie de playa o es mejor comenzar a plantear una retirada tierra adentro. Y, sin embargo, la presión urbanística persiste, las familias compran segundas y terceras residencias a precio alemán y aún se escucha ese estribillo casi irónico que canturrea que esto es el paraíso.
Los antropólogos explican que al ser humano le cuesta pensar a largo plazo. El futuro, añaden, es una gigantesca abstracción, aunque al parecer este vacío visual resulta compatible con la procreación, cuya razón última, deseo, amor y/o religión aparte, es la perpetuación de la especie. Es decir, el ciudadano de a pie afirmará sin dudarlo que quiere un futuro mejor para sus hijos, pero simultáneamente participará en la aberración del sistema, bien como comprador/inversor, bien como votante de esos partidos (todos) que gobiernan los ayuntamientos y apuestan por repartir licencias con alegría y esquilmar los pequeños tesoros naturales que aún sobreviven al abrazo del oso sapiens.
Si las ciudades pierden su encanto, desfiguran sus barrios y expulsan al nativo es porque detrás hay políticos y vecinos que fomentan ese rodillo con sus decisiones. Si cada año se levantan nuevas urbanizaciones junto a las dunas, se talan miles de árboles y se proyectan estupendos campos de golf, es porque detrás hay políticos y vecinos que así lo desean, ya que en sus manos brilla la pegajosa luz del dinero, como si ganarse la vida fuese cuestión no de talento y diversificación, sino de devastación y ceguera.
La novelista francesa Fred Vargas publicó en 2020 un ensayo titulado La Humanidad en Peligro (Siruela) donde sugería al lector que se olvidase de comprar inmuebles en la playa porque la playa, sostenía, desaparecerá en unas décadas. Quizás sea esa la lección que España necesita para reprogramarse. Azotada por la sequía, situada en la cruceta más cálida del Mediterráneo y demasiado amiga del negocio fácil, será entonces, sin la mitad de sus huevos de oro, cuando no le quede más remedio que comprender que el futuro no será mañana, sino que llama a la puerta hoy.