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Daniel Capó

Kafka en España

«La traducción de ‘La metamorfosis’ al castellano de 1925, aún bajo el enigma de quién fue su autor, fue clave para la difusión internacional del texto»

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Kafka en España

Frank Kafka. | Agencias

La literatura es misterio, al igual que el arte o la música; y Kafka, a principios del siglo XX, se sitúa en el centro mismo de ese misterio. El lunes de la semana pasada, se cumplieron los cien años de su prematura muerte en Kierling, Austria. Hoy lo interpretamos como uno de los sismógrafos de la modernidad secular o, más bien, postsecular. Nos recordaba Enrique Krauze en el último número de la revista Letras Libres que a Kafka hay que leerlo como leeríamos a un teólogo o a un místico: entre lo psicológico y lo metafísico. La literatura también es eso y rara vez nos habla con un lenguaje unívoco.

Ni siquiera el propio autor, seguramente, puede dar cuenta de lo que escribe ni vislumbrar todas las implicaciones de sus palabras. «Yo no creí nada en absoluto, solo preguntaba», anotó Kafka durante su retiro en el pueblo bohemio de Zürau, apelando a un mundo que se ha quedado sin respuestas, pero que admite la duda como credo. Las imágenes que emplea en su cuaderno de aforismos son angustiantes –acaban persiguiéndonos en los sueños–, aunque también luminosas. «Esta aldea pertenece al castillo, y quien vive o pernocta aquí, vive o pernocta, por así decirlo, en el castillo», leemos. Es una rara verdad, desde luego. Tampoco falta la voz del sabio anciano que nos remite al espíritu del monacato: «Hay dos pecados capitales humanos de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la dejadez. Por la impaciencia fueron expulsados del Paraíso, por la dejadez no regresan. No obstante, quizás solo haya un pecado capital: la impaciencia».

Aprender a creer y a amar es la clave de la paternidad, escribí en Florecer, y ello nos habla de la paciencia como la gran virtud de los padres y también –¿por qué no?– de los hijos. Resulta inquietante, en cambio, la siguiente escena evocada en sus apuntes: «Muchas sombras de los difuntos solo se ocupan de lamer las aguas del río de los muertos, porque este viene de nosotros y tiene todavía el sabor salado de nuestros mares. Entonces el río se eriza de asco, cambia el rumbo de la corriente y devuelve los muertos flotando a la vida. Pero ellos están contentos, cantan canciones de gratitud y acarician al indignado».

Menos conocida es la relación del escritor de Praga con España. Tiene un papel central en cierto modo, gracias a la temprana edición que se hizo de La metamorfosis en Revista de Occidente. La traducción al castellano de 1925, aún bajo el enigma de quién fue su autor (si Borges, ya plenamente descartado; si la temible Margarita Nelken; si el gallego Ramón María Tenreiro, como sostiene José María Paz Gago en el número de junio de Revista de Occidente), fue clave para la difusión internacional del texto.

«La literatura también nace de los errores porque, como nos recordaba Kafka, la aldea –o sea la traducción– pertenece al castillo»

Pero guarda otro pequeño secreto que desentrañó el escritor italiano Adriano Sofri en su ensayo Una variazone di Kafka (Ed. Sellerio), publicado en 2018. Se trata de una errata en la traducción española, al señalar que una luz que llegaba desde la calle ilumina la habitación. El traductor español, en lugar de especificar que esa luz se debe a una lámpara o a una farola de la calle –como da a entender el original alemán–, habla de la luz móvil –un efecto cinematográfico, se diría– de un tranvía eléctrico que cruza por unos segundos la habitación. ¿No es acaso la solución española, al introducir una luz en movimiento, mejor que el original? Tal vez.

Pero lo relevante que nos cuenta Sofri no es esto, sino que la errata se reproducirá en multitud de otras traducciones de la época –incluida la mítica versión francesa de Alexandre Vialatte, que también confunde la farola con el tranvía–, prefiriendo el texto español al alemán. Era otra época, desde luego, pero la literatura también nace de los errores porque, como nos recordaba Kafka, la aldea –o sea la traducción– pertenece al castillo. Y tan kafkiana es la errata como el original.

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