THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Sin perdón

«La vocación dictatorial de Sánchez busca la destrucción de todo aquel que se le oponga, sin reparar en los medios, configurando un régimen a su medida»

Opinión
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Sin perdón

Ilustración de Alejandra Svriz.

Existen distintas formas de interpretar lo que nos está pasando a los ciudadanos de este país desde que Pedro Sánchez formó el gobierno de coalición con Pablo Iglesias.

El relato oficial es unívoco. A partir de entonces, Pedro Sánchez guía con mano firme nuestro país por la senda del progreso, venciendo una y otra vez las conjuras y las maldades del monstruo bicéfalo de la reacción, encarnado por Feijóo y Vox (incluir el nombre de Abascal estropearía la designación del verdadero malo de la película). Tal explicación genera un discurso único, heredero de las risas enlatadas de la tele del pasado, elaborado por una pléyade de técnicos que pagamos los contribuyentes para que Sánchez manipule nuestras conciencias.

La emisión de la señal principal es asumida por el propio Sánchez, y va retransmitiéndose por un coro de papagayos, con Bolaños como solista, Para terminar, si el caso lo requiere, en estridencias agresivas contra algún enemigo, las más recientes de Teresa Ribera y del combativo Óscar Puente, con el fin de descalificar la actuación del juez que instruye la causa contra Begoña Gómez. Hay que echar sobre él toda la basura posible y de ello se ocupan los medios afines (la Sexta, Público, la Ser). En suma, una orquesta perfectamente afinada para el autobombo y para aniquilar al otro.

El relato alternativo, elaborado desde distintos ángulos, subraya el alcance de la violación del orden constitucional que está llevando a cabo Pedro Sánchez. Pone de manifiesto una tras otra sus graves infracciones al mismo, ejecutadas en un principio con el propósito de mantenerse en el poder. A partir de ahí, la naturaleza de su Gobierno ha ido deslizándose en el curso de esa actuación de autodefensa, pasando del caudillismo, que siempre fue un componente de su personalidad, a la dictadura, la obsesión por el ejercicio de un poder personal, al modo de Erdogan en Turquía, y al sultanismo, la concentración de los tres poderes en un Ejecutivo que ignora deliberadamente cualquier limitación legal a sus decisiones.

Basta la imagen de su desprecio al Legislativo, teñido hace una semana de cobardía al ausentarse del debate sobre la decisiva Ley de Amnistía, para hacer inútil cualquier explicación. La elaboración de las leyes es sustraída al Parlamento y desplazada al ámbito conspirativo, donde Pedro Sánchez puede actuar de espaldas al control de la oposición y de la opinión pública.

«Para Sánchez, no son los independentistas los enemigos, sino los que defienden la Constitución»

En casos de máxima importancia, como en la citada implantación de la amnistía-para-rebeldes-catalanes, esa deslocalización puede llevar a un esperpéntico punto de llegada: es el delincuente quien hace la ley, y como podía esperarse, pronuncia su propia absolución y hace una apología de su conducta delictiva. Inversión de papeles nueva en la historia de las democracias. Quienes cumplieron con la ley son humillados y vistos como responsables de la rebelión –«sedición» gracias a la rebaja en su día de López Garrido y el PSOE-, mientras aquellos que trataron de dinamitar el régimen constitucional resultan absueltos y reciben todos los honores. Así cuando lo deseen, tienen la puerta abierta y la fuerza moral para intentarlo de nuevo.

¿Van a moderarse tras su victoria? No parece. La formación de la mesa en el Parlamento de Cataluña es ya un signo inequívoco de que los independentistas, aun enfrentados entre sí, siguen unidos por su objetivo político y dispuestos a ignorar las normas constitucionales. Con el propósito de imponer su candidatura a presidir la mesa, abriendo la posibilidad de una presentación de Puigdemont como primer candidato a la presidencia de la Generalitat, necesitaban contar con los votos de los prófugos. El Tribunal Constitucional denegó tal posibilidad y de nada sirvió, ya que la mesa de edad, donde fueron mayoritarios, desoyó tal prohibición. Para Sánchez, aunque sea a costa de Illa y del resultado de las elecciones catalanas, no son ellos los enemigos, sino quienes defienden la Constitución.

Ahora bien, para entender la figura política de Pedro Sánchez, ni siquiera basta esa reconstrucción del deslizamiento hacia formas de poder autocráticas que desbordan a las claras el marco del orden constitucional. Tenemos delante el sometimiento sin reservas a sus órdenes, de instituciones constitucionales de primera importancia, a las cuales transforma en dóciles instrumentos de su voluntad, desde la Fiscalía General al Tribunal Constitucional, desde la información pública a través de RTVE a la presidencia del Congreso de los Diputados. No es, pues, solo cuestión de exceso de poder ni de voluntad de colocar todas las piezas del sistema político bajo la dirección del presidente de Gobierno, sino del empleo sistemático de la manipulación y de la coacción para lograr la sumisión de las ideas y las conductas del conjunto de la sociedad.

La consecuencia inevitable de esa voluntad de dominio absoluto, es una deriva hacia la infracción sistemática de las normas del Estado de derecho. Fue una degradación que ya experimentaron a fondo los totalitarismos de entreguerras, con el delito Mateotti en la Italia fascista como espectacular punto de partida. Y si bien en la Rusia de Putin sigue vigente en su versión extrema, se ejerce sobre todo en regímenes todavía institucionalmente democráticos, caso del nuestro, como asunción por parte del Gobierno de una capacidad de decisión y de un control sobre los ciudadanos, ejercidos por encima de la ley.

«Pablo Iglesias enseñó a Sánchez el camino a seguir, al iniciar la causa general contra una judicatura independiente»

Desde una omnipresencia a la cual los ciudadanos han de amoldarse, soportando el ejercicio permanente de la coacción estatal, cada vez que el Gobierno ve amenazados sus intereses, sin ley que valga. Un gansterismo institucional, que ya resultó visible en España cuando una jueza trató analizar las responsabilidades del 8-M en el estallido del covid. Doble táctica: presiones sobre ella hasta que renunció a seguir en su intento y ataque profesional, confirmado por las sentencias, contra el coronel de la Guardia Civil que rehusó en la comunicación de sus informes, someterse al ministro de Justicia. Pablo Iglesias enseñó a Sánchez el camino a seguir, al denunciar «las cloacas» del Estado e iniciar la causa general contra una judicatura independiente.

Al verse ahora implicado el entorno de Sánchez por una actuación judicial, se ha dado un paso más en el descenso al infierno de la antidemocracia. El mecanismo de destrucción de la figura del juez, partiendo de las referencias insidiosas de Sánchez en su segunda carta a los ciudadanos, sin pruebas ni soporte legal alguno, fue objeto de una amplificación al ser transmitido por los miembros del Gobierno y los medios públicos, culminando en las declaraciones de la vicepresidenta Teresa Ribera. El juez Peinado se convertía así en instrumento político de la ultraderecha, de Manos Limpias a Feijóo.

Semejante estrategia de destrucción de una figura pública mediante una oleada de calumnias, fue patentada ya por la derecha francesa en los días del Frente Popular, provocando el suicidio del ministro Robert Salengro. Aquí y ahora, las consecuencias de la campaña son innegables para el juez-víctima, para su honor y dignidad, al verse criminalizado por poner una fecha legal pero molesta. No hay otro remedio que señalar que ese tipo de acción agresiva contra alguien encuentra su calificación, como acto y como comportamiento, en una palabra de origen francés; allí sociológica, la canaille, aquí psicológica y moral, expresando aquello que con mentiras y bajeza daña intencionalmente a una persona, lo cual califica a quien lo comete. Importa además que en Pedro Sánchez no se trata de algo incidental, sino de una regla de conducta, bajo el signo de un envilecimiento que contamina a todo su entorno gubernamental y mediático.

El punto de llegada de esa sumisión del Estado a los intereses personales de quien gobierna no podía ser otro que la defensa a ultranza de una eventual corrupción. Por lo visto y leído en las cartas y discursos del presidente, estaríamos ante una familiarización del Estado, por cuanto Pedro Sánchez pone sobre la mesa de juego para el tema Begoña Gómez todo su capital institucional. De paso convierte una defensa que no le corresponde -su esposa es un ciudadano sometido a la ley como otro cualquiera- en bumerán para destruir a la oposición conservadora.

«Las cartas son un intento de satanizar a quien proponga que el cumplimiento de la ley puede ser aplicados a él y a su esposa»

El único antecedente de esta fusión de familia y política son aquellas Conversas em familia del sucesor de Oliveira Salazar en la agonía del Estado Novo portugués, pero aquí las Cartas desde la familia de Sánchez son tan aburridas como aquellas, pero nada tienen de reflexiones políticas sobre el presente. Constituyen un intento de satanizar a todo aquel que proponga que el cumplimiento de la ley, y su exigencia por los jueces, pueden ser aplicados a él (y a su amante esposa).

El Rey se salvó de sus actos corruptos por la cláusula de inmunidad reconocida al monarca, pero  Iñaki Urdangarn fue condenado y claro que ese juicio, y la propia escapatoria de Juan Carlos, dañaron al prestigio de la monarquía. Hubo presiones, pero nadie orquestó una campaña contra los jueces. Por su parte, Sánchez y su entorno carecen de inmunidad. Solo cuentan con los medios alegales que están poniendo en acción para imponerla, viendo a todo juez independiente como un obstáculo, y no les importa que el precio a pagar por la democracia resulte muy alto.

No es este el momento de elucubrar sobre la inocencia o culpabilidad de Begoña Gómez. Decidirán los jueces, pero no es admisible la pretensión esgrimida por Sánchez de que la «profesional honesta», siendo su esposa, dispone del campo libre para ejercer sus actividades económicas. Las limitaciones son evidentes. Tiene el deber de realizar tales actividades al margen totalmente de la esfera de Gobierno. Y además debe rechazar todo beneficio o ventaja que le sea ofrecido, ya que su posición personal al lado de Sánchez, como ocurriera para Urdangarin, introduce un obvio aliciente para la concesión de privilegios inadmisibles. Aun cuando la normativa no los prohíba expresamente. Botón de muestra: el asunto de los másteres es ya una alegalidad -no ilegalidad- clamorosa, inimaginable para quien como yo ha pasado su vida en la UCM, y sugiere la necesidad de un esclarecimiento total sobre las actividades profesionales y económicas que ella misma debiera ser la primera el exigir. 

Si de veras es honrada (lo de honesta sobra, gracias Arcadi). Las protestas airadas de Sánchez no la favorecen, más bien sugieren culpa. Consecuencia: si además tenemos en cuenta el caso Koldo, planea toda una sombra de corrupción sobre el Gobierno, con el presidente en el vértice, que solo la libre actuación de la judicatura puede aclarar. Pensemos también en Venezuela y en Marruecos. Algo huele a podrido en la Moncloa. Y Sánchez no está dispuesto a aceptarlo. Bloqueará como sea el camino de la justicia.

«Estamos en el umbral de un imperio de la arbitrariedad obsesiva de quien manda»

El balance es desolador. Partiendo de una cuestión de fechas, Teresa Ribera llega a la conclusión en El País, como no, de que «nos estamos jugando el Estado democrático». Solo tiene como prueba aquello de que la culpa es del PP. A pesar de lo cual, cabe admitir que su estimación es acertada, si bien en el sentido opuesto. Pedro Sánchez no se encuentra en un «avispero jurídico». Nos está metiendo en un avispero donde su vocación dictatorial busca la destrucción de todo aquel que se le oponga, sin reparar en los medios. No ocasionalmente, sino configurando un régimen a su medida. A sus pasos inmediatos, jugando con la inversión del lenguaje patentada en el Arbeit macht frei Auschwitz, los titula «plan de regeneración».

Sin la truculencia y la sangre del film, estamos en el umbral de un imperio de la arbitrariedad obsesiva de quien manda, cuya lógica recuerda la de Sin perdón, de Clint Eastwood. A diferencia de lo que viera Montesquieu, en el mundo de hoy el despotismo es compatible con la celebración de elecciones. También las hay en la Rusia de Putin. Tendríamos elecciones, pero no convivencia ni vida democrática. El revés de las europeas no cambiará nada. Él está por encima de la voluntad del pueblo.

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