THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Una democracia con apellido

«Desde el fin de la democracia orgánica, hemos disfrutado de una democracia a secas. Si vuelve a tener apellido, imaginen cuál será»

Opinión
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Una democracia con apellido

Pedro Sánchez. | Ilustración de Alejandra Svriz

Democracias populares llamaban a los regímenes totalitarios creados en los países del Este de Europa bajo el dominio de la Unión Soviética tras la II Guerra Mundial. Democracia orgánica, denominaban los teóricos del franquismo a la dictadura impuesta tras su victoria en la Guerra Civil. Concluido ese periodo, en un ejemplar proceso de transformación política pacífica y reconciliación ciudadana, España pasó a ser una democracia sin apellido, es decir, una auténtica democracia.

Se aprecia, sin embargo, de un tiempo a esta parte la necesidad de encontrarle un adjetivo apropiado a nuestro sistema político, ante la sensación de que se ha producido una mutación hacia algo diferente a lo que habíamos conocido hasta ahora. Se habla del tránsito de una democracia liberal hacia otra iliberal, se pone en duda que vivamos aún en una monarquía parlamentaria y, los más derrotistas, creen vivir ya en los albores del autoritarismo.

«La Constitución va poco a poco convirtiéndose en un cajón de sastre en el que cabe todo, es decir, que no sirve de nada»

Desde luego, existen indicios al menos para alimentar esa preocupación. El creciente presidencialismo del jefe del Ejecutivo contradice el liberalismo de nuestro sistema, la constante relegación de la Corona y de las Cortes pone en duda la definición de nuestro modelo y la ocupación por parte del Gobierno de las instituciones que deben de servir como contrapeso da la razón a quienes denuncian una deriva autoritaria.

La situación política en España obliga a plantearse si vivimos todavía en una democracia plena, como la que heredamos de la Transición, o estamos en riesgo de perderla o transformarla en un producto diferente, en una democracia deficiente.

A la degradación institucional -de todas las instituciones, desde la fiscalía general al CIS, pasando por las de menor peso, como la Agencia Efe, hasta las de mayor trascendencia, como el Tribunal Constitucional– se suman la quiebra del principio de separación de poderes -como efecto de la ley de amnistía y de otras que se anuncian- y el de la igualdad de todos los españoles -a lo que contribuye esa misma ley, así como el intento del Gobierno de favorecer económicamente a Cataluña-.

Vivimos aún en un Estado de derecho en el que todos los intentos de violar la ley o contravenir la Constitución encuentran todavía fuerte resistencia de parte del poder judicial, de los partidos de oposición, de medios de comunicación y de algunos sectores de la sociedad. 

Pero esa resistencia empieza a ser poco a poco minada. Llevamos meses inmersos en una campaña de deslegitimación de esa resistencia. Todo el que se opone al Gobierno, contradice sus puntos de vista o, mucho peor, se atreve a actuar contra sus miembros o familiares como si de ciudadanos corrientes se trataran, es satanizado como integrante de una porción podrida de la sociedad que merece ser extirpada. 

Esa campaña se ha visto ampliada esta semana con amenazas concretas de intervenir contra los disidentes, de reducir el margen de actuación de los contrapoderes y facilitar la labor y la vida del Gobierno, que se presenta en su propaganda como la única institución verdaderamente legítima, ya que procede del único órgano en el que dice -falsamente- que reside la soberanía nacional, el Congreso.

La Constitución sigue vigente en España. Y eso debería haberlo entendido también el Partido Popular para facilitar la renovación del Consejo General del Poder Judicial, incluso aunque, a estas alturas, ese órgano también podría estar bajo el control del Gobierno. Sin embargo, poco valor tiene esa vigencia constitucional si su espíritu es quebrantado a diario y su letra es interpretada arteramente en beneficio del gobernante. Las referencias a la Constitución son cada vez más retóricas y cínicas. La Constitución va poco a poco convirtiéndose en un cajón de sastre en el que cabe todo, es decir, que no sirve de nada.

Estamos asistiendo, tal vez, a un proceso insólito de evolución de un sistema político hacia otro muy diferente dentro del mismo marco constitucional. Ignoro cómo se denomina eso. No me atrevo a dar la razón a quienes avizoran un próximo régimen autoritario. Pero es preocupante la constante degradación democrática y podemos estar ante el riesgo de poner fin a la democracia a secas que hemos disfrutado hasta ahora para retornar a una democracia con apellido.

Muchos de los socios del Gobierno llevan ya tiempo diciendo que la nuestra no era una democracia verdadera y que se necesitaba añadirle algo para que lo fuese, hacerla más social, para interponerse en el desarrollo de la economía capitalista, o convertirla en una democracia de los pueblos de España, para que atienda a la voluntad independentista de algunas minorías.

Pero, puestos a ponerle apellido a nuestra democracia, el más justo sería el de democracia sanchista, puesto que nada de lo que está ocurriendo responde, en realidad, al ímpetu transformador de unas fuerzas políticas o unas ideas -por mucho que fuesen equivocadas-, sino a la necesidad de un sólo hombre. No es tan grave el estrés que soportan nuestras instituciones y la división que sufre la sociedad como la razón por la que eso ocurre. Al fin y al cabo, los países atraviesan de forma natural por tensiones políticas y desavenencias que, en última instancia, pueden llegar a ser constructivas. Nuestra democracia ya es mayor de edad y sería lógico el surgimiento de movimientos para mejorarla o hacerla evolucionar.

Pero, desgraciadamente, no es ese el caso. Nos hemos metido en este embrollo sólo porque Pedro Sánchez necesitaba meternos en él para conservar el poder. Así de cruel es la realidad. No es de extrañar, por tanto, el temor de muchos a que acabe poniéndole apellido a la democracia. El suyo, faltaría más.

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