Sexo heroico
«¿Acaso no nos debe preocupar que el ejercicio de la libertad sexual pueda llegar a ser en estos tiempos también una forma de heroísmo?»
Durante muchos años, y por influencia del jurista inglés William Blackstone, los tribunales anglosajones, temerosos de la falsa acusación de haberse cometido una violación, exigían a las mujeres no solo prueba de su resistencia física, sino la pronta denuncia del hecho delictivo ante el juez o la autoridad con funciones de policía. Con la configuración del delito de la agresión sexual como un delito contra la libertad, y, por tanto, como un delito que no solo se comete «forzando física o con amenaza suficiente» la voluntad de la víctima presunta, sino también sin su consentimiento, nuestras sociedades se han hecho más civilizadas.
Así y todo, la prueba de haberse mantenido una relación sexual no consentida cuando no constan corroboraciones periféricas suficientes –por mucho que se haya intentado trasladar al Código Penal el llamado «consentimiento afirmativo» del sólo sí es sí– sigue siendo lo que, también justificadamente, coloca el obstáculo propio de un Estado de derecho garantista frente al objetivo de intentar erradicar el mal a toda costa y a todo coste. Y ello porque en ese Estado, y también como rasgo civilizatorio, es en todo caso preferible minimizar los falsos positivos (inocentes en la cárcel, sobre todo si se juegan abultadas penas de prisión) aun al precio de que existan falsos negativos (agresores en la calle). A esa dinámica es a la que contribuye, en general, la presunción de inocencia y la obligación de probar los hechos más allá de toda duda razonable. ¿Y la pronta denuncia?
Urge la pregunta al socaire de las revelaciones de la escritora canadiense Jill Ciment a propósito de su relación amorosa de más de 45 años con el pintor Arnold Mesches. En Half a Life, las memorias que publicó en 1996, narraba con pelos y señales cómo se conocieron, allá por 1970, cuando ella tenía 17 y él 47, y cómo fue ella la que, concluida la clase en la que era su alumna, y aprovechando que allí ya no quedaba nadie, se desabotonó la blusa y le robó un beso. Él -¿agredido sexualmente?- la contuvo, pues nada hacía posible que mantuvieran relaciones sexuales lícitas: no tanto por el deber de fidelidad a su entonces mujer con la que tenía dos hijos (también en aquel entonces Mesches tenía una amante), sino la juventud excesiva de Ciment que hacía de la relación sexual que ella le solicitó, así lo recordaba en 1996, un delito en California. Lo cierto es que la relación prosiguió, y, con alguna que otra turbulencia, se mantuvieron juntos hasta el fallecimiento de Mesches en 2016.
Pues bien, en su recolección recién publicada con el título Consent, Ciment reconsidera ese inicial momento para concluir, a la luz del movimiento Me Too, que aquella ignición temprana debe ser evaluada de otro modo. Y lo interesante del caso no es que ella ahora piense o estime que la aceptación de Mesches, el no haberse refrenado en tanto en cuanto ella era menor, hace de aquello algo inaceptable normativamente, sino que una «nueva manera» de concebir las relaciones sexuales entre hombres y mujeres deba conllevar una radical revisión de los hechos ocurridos. Si en 1996 ella tuvo la iniciativa, en 2024 ella es una víctima de la asimetría de poder, una vis capaz de provocarle la acción de desabrocharse la camisa y que fuera él a fin de cuentas quien la besara primero y no ella. Tal vez mi matrimonio – confiesa- el sexo, los viajes, el dinero, las casas, y los perros, todo lo compartido, fue el fruto de un árbol venenoso. Quizá también la estupenda beca que de resultas de su relación con Mesches obtuvo en el prestigioso California Institute of the Arts y que precipitó su carrera.
«Piensen en una concepción del carácter delictivo de las relaciones sexuales que haga posible un consentimiento tenido por no dado ‘ex post facto’»
Mesches ya no puede ni decir esta boca –besada o siempre besante- es mía, pero piensen en las implicaciones de una reconsideración de la violación a la Ciment, una concepción del carácter delictivo de las relaciones sexuales que haga posible un consentimiento tenido por no dado ex post facto. No hace falta irse al extremo de la autora de Consent: basta leer las declaraciones de hechos probados de no pocas sentencias españolas recientes en esta materia, casos en los que quien se acostó como amante gozado y gozante se levanta razonablemente sorprendido, si es que no aterrado, como presunto autor de un delito gravísimo.
Probar haber sido físicamente forzada, y además mostrarlo sin demora, ha hecho, durante siglos, del ejercicio de la libertad e indemnidad sexual de las mujeres heterosexuales una forma de heroísmo inaceptable, pero admitir los arrepentimientos o lamentos retrospectivos sobre lo que debió o no debió haber sido y fue, o no fue, cuando no pudo razonablemente atisbarse la falta de consentimiento, es una manera de tirar el agua sucia con el niño de la autonomía sexual de los hombres heterosexuales.
¿O acaso no nos debe preocupar que el ejercicio de su libertad sexual pueda llegar a ser en estos tiempos también una forma de heroísmo?