Montesquieu casi resucita
«No debe uno aferrarse a la ilusión de que el Ejecutivo renunciará a la ‘regeneración democrática’ sólo porque ha logrado un acuerdo con su enemigo»
Han transcurrido cuatro décadas desde que Alfonso Guerra entonara su famoso: «Montesquieu ha muerto». Se dice pronto. Por entonces, el Muro de Berlín estaba en plena forma, Félix Bolaños cursaba 4º de EGB y España no era miembro de la Unión Europea.
Hoy, menos mal, sí formamos parte de la UE. De otro modo, sin la supervisión cuidadosa y paternal de los comisarios Reynders y Jourová, hubiera sido imposible el feliz acuerdo entre PP y PSOE para la renovación del CGPJ, tras permanecer un lustro en funciones.
Uno tiende a pensar que debe de ser un buen pacto, porque ninguna de las partes está del todo satisfecha con él: ni el PP, ni el PSOE, ni los socios de coalición, ni la Comisión Europea, ni los jueces, ni los fiscales, ni la ciudadanía.
Desde luego, podría haber sido peor. El simple mantenimiento del statu quo hubiera incrementado la insostenible cifra de 94 vacantes judiciales y 46.000 asuntos pendientes en el Supremo. Además, lo cierto es que los partidos han asumido compromisos loables para avanzar en la independencia y despolitización de la justicia: mayorías reforzadas, limitación de puertas giratorias, objetivación de nombramientos.
Sin embargo, si bien el acuerdo apunta en la dirección adecuada, surgen dudas razonables para compartir el entusiasmo de sus negociadores. Todavía dista mucho de ser una garantía de independencia judicial en el largo plazo. Por ejemplo, ciertas medidas son poco más que una promesa de no volver a pecar. Leo en un documento: «Ni el presidente del Gobierno ni los grupos parlamentarios tendrán capacidad de proponer o elegir presidente del Supremo, porque lo hará el Consejo». Eso ya lo dice el artículo 123.2 de la Constitución; cosa distinta es que los partidos siempre eligen al presidente antes de que tenga lugar la votación en el Consejo, evidenciando groseramente su control sobre los vocales.
«Los partidos siguen reteniendo la potestad de nombrar jueces, sólo que con más dificultades»
También se ha criticado el perfil ideológico de algunos de los vocales propuestos, la representación de sólo dos de las cuatro asociaciones en la lista de laureados o el hecho de que, después de todo, continúa la injerencia política en los nombramientos.
Y ésa es la clave: los partidos siguen reteniendo la potestad de nombrar jueces, sólo que con más dificultades. Nada se ha dicho en el acuerdo sobre las dos medidas más inexcusables, aquellas que la propia Comisión Europea —cuya claudicación aquí no se entiende— nos ha recomendado en las cuatro ediciones de su informe sobre el Estado de derecho, a saber: la disociación temporal de los mandatos del fiscal general y del Gobierno y la reforma del sistema de nombramiento de los jueces.
No olvidemos que la independencia judicial no es más que una idea, una ficción que nos protege de la barbarie y el autoritarismo. Si cuestionamos esa idea, toda confianza se desvanecerá y entonces poco importará el anuncio de acuerdos tardíos y medidas discretas maquilladas de grandilocuencia.
Sólo en lo que llevamos de año hemos sido testigos de diversos ataques injustificables a la independencia judicial, difíciles de olvidar para quienes nos tomamos en serio el Estado de derecho. Menciono a continuación los primeros ejemplos que vienen a mi memoria, que en todos los casos enfrentaron el rechazo frontal de los jueces y fiscales, la mayor parte de la ciudadanía y cerca de la mitad del Parlamento.
«El ultimátum de Sánchez parecía dirigido al partido de la oposición, en realidad era un último aviso a los jueces y fiscales»
Comenzamos el año discutiendo sobre la creación por el PSOE de las comisiones de investigación para demostrar la existencia de lawfare en las causas sustanciadas contra los líderes del procés; seguimos con las acusaciones de lawfare dirigidas por la propia vicepresidenta Teresa Ribera al juez García Castellón; los diversos recursos y presiones de la Fiscalía —y ya sabemos de quién depende la Fiscalía— para amnistiar a los condenados por el procés; la primera carta a la ciudadanía de Sánchez, en la que aseguraba que su mujer y él estaban siendo víctimas de una conspiración ultraderechista que estaba librando su batalla en los tribunales; el «punto y aparte» en su mandato para afrontar la necesidad inaplazable de acometer la «regeneración pendiente de nuestra democracia»; la segunda carta a la ciudadanía, en la que denunciaba que el juez Peinado había citado a su mujer cinco días antes de las elecciones europeas (y añadía: «Dejo al lector extraer sus propias conclusiones»); la aprobación de la ley de amnistía, la más divisiva de cuantas se recuerdan; y, por supuesto, el ultimátum en el que Sánchez aseguraba que la justicia sigue «secuestrada en manos del PP» y advertía que, si éste no se prestaba a renovar el CGPJ, procedería a sustraer a este órgano la potestad de designar altos cargos en la judicatura.
Y, de pronto, de forma inesperada, en dirección diametralmente opuesta a la caminada hasta la fecha, el mismo día en que los amnistiados salían a degustar su recobrada libertad, dos partidos incapaces de hablarse durante años nos presentan un acuerdo que haría resucitar al mismísimo Montesquieu.
Ha sido un curso duro para los jueces y fiscales, y no termina demasiado mal. Se acercan las vacaciones y se merecen un descanso. Pero, si me permiten este consejo, yo no me pondría demasiado cómodo. Una revisión somera de los hechos recientes indica que, si bien el ultimátum del presidente parecía dirigido al partido de la oposición, en realidad era un último aviso a los jueces y fiscales: o dejan de frenar el progreso o serán neutralizados. Es la misma idea que inspiró a Alfonso Guerra.
No debe uno aferrarse a la ilusión de que el Ejecutivo renunciará a esa «regeneración democrática pendiente» sólo porque ha logrado un acuerdo con su más acérrimo enemigo —poco entusiasta, a su vez, de la independencia judicial: baste recordar la promesa de Rajoy de 2011 transmutada en una perjudicial reforma perpetrada por Gallardón, o el whatsapp en el que Cosidó fanfarroneaba sobre el control que ejercería el PP «desde detrás» en la Sala Penal del Supremo—.
La verdad es austera, dejó dicho Stendhal. No entiende de vanas pompas, ni de rostros sonrientes, ni de teatros de la mentira. Si uno estaba preocupado por la independencia judicial, hubiera bastado con seguir las dos sencillas recomendaciones de la Comisión. Han transcurrido cuarenta años y todavía no constan en la agenda política. ¿Por qué? Dejo al lector extraer sus propias conclusiones…