La extrema derecha y los relatos de terror
«Es difícil aceptar el relato de que la ultraderecha acabará con Europa. Más bien lo sucedido es que la ultraizquierda se infiltró en el ‘statu quo’ socialdemócrata»
Una ola de extrema derecha amenaza con recorrer Europa de este a oeste, de norte a sur, arrasando a su paso democracias y derechos, y sumergiendo al continente en un mar de iniquidad. Ante tan terrible amenaza, no queda más remedio que hacer de tripas corazón y constituir un frente común, un gran muro de progreso, un rompeolas infranqueable con todos los aliados disponibles, sin hacer distingos. A tal fin, valen tanto los anticapitalistas heterodoxos como los comunistas y socialistas ortodoxos, los verdes como los ecototalitarios, incluso la derecha moderada, sea lo que sea que ésta represente en la actualidad.
Dando por cierto este relato de terror, si bien nunca hubiera imaginado que Macron se aliara con Le Pen, tampoco habría esperado que se sumiera en un Frente Popular que hiede a totalitarismo. Supongo que es lo que tiene la fuerza centrífuga, que nos lleva a los extremos y nos empuja a equivocarnos al escoger entre espada o pared, de tal suerte que, tal y como advertía Albert Camus, la tiranía totalitaria no acaba edificándose sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas.
En cualquier caso, puestos a elegir entre alternativas subóptimas, deberíamos advertir una sutil pero sustancial diferencia entre la derecha nacionalista y los frentes populares. Esta diferencia es que mientras la primera tiende a moderarse cuando llega al poder o se aproxima a él, la segunda hace justo lo contrario.
Los diputados de Agrupación Nacional no gritan en la Asamblea Nacional, cosa que sí hacen los de Francia Insumisa y otros integrantes del Frente Popular (al que, todo sea dicho, se ha sumado EH Bai, la marca de EH Bildu en el País Vasco francés). Su líder, Marine Le Pen, está a favor del derecho al aborto y apela a la laicidad, para disgusto de muchos votantes de derecha. Ya no quiere abandonar la Unión Europea, aunque en su día abanderara el euroescepticismo, y su electorado ha dejado de radicar en un extremo para convertirse en transversal. Es verdad que su intención de que Francia abandone a Ucrania a su suerte arroja sombras de sospecha, pero no tanto como la posición muy mayoritaria del Frente Popular, que no sólo propone abandonar la OTAN, sino que exige su disolución.
Pese a todo, es imposible saber con certeza lo que sucederá si Agrupación Nacional consigue la mayoría en la Asamblea. Sin embargo, más allá de la aparente moderación de Le Pen que, recordemos, llegó a matar políticamente a su padre, Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional en 1972, tenemos también la referencia de Giorgia Meloni. Y lo cierto es que la primera ministra italiana, una vez en el gobierno, ha seguido la senda de la moderación. No tanto como algunos quisieran, desde luego, pero sí lo suficiente como para que la acusen desde la derecha más extrema de globalista y traidora. Lo que debería dar que pensar.
«Los franceses se disponen a elegir entre susto o muerte y en España nos batimos contra nuestros propios demonios»
Por su parte, los integrantes del Frente Popular, con Jean-Luc Mélenchon a la cabeza, se muestran cada vez más radicalizados, más anticapitalistas, más autoritarios y más dispuestos a aliarse con el mismísimo diablo con tal de llegar al poder. En este caso, la referencia de que disponemos para prever lo que podría ocurrir si Mélenchon y los suyos llegaran al poder está en nuestra propia casa: es Pedro Sánchez y su muro de progreso compuesto por un PSOE radicalizado, los comunistas y los separatistas. Aunque esta referencia podría quedarse corta, porque, en Francia, por tradición suelen ser bastante más descerebrados.
Siendo honestos, es difícil aceptar el relato de que la ultraderecha acabará con Europa. Más bien lo que ha sucedido es que la ultraizquierda logró infiltrarse gradualmente en el statu quo socialdemócrata europeo hasta tomar el control y convertir la política en la guerra por otros medios, lo que habría desembocado en el enfrentamiento desde los extremos.
Entretanto, los franceses se disponen a elegir entre susto o muerte, en España nos batimos contra nuestros propios demonios, agitados por un gobierno que ha hecho del extremismo su tabla de salvación. Un extremismo que ha llevado a los izquierdistas moderados a tener que hacer malabarismos para compaginar su alarma frente a un Partido Socialista cada vez más radicalizado y antidemócrata y, al mismo tiempo, defender las bondades del socialismo. A los moderados, o centristas, a nadar entre dos aguas, incapaces de definir en qué consiste su estupendísimo punto medio.
A la derecha, o lo que se supone que sería la derecha, a dividirse en una mescolanza de conservadores clásicos, tradicionalistas católicos y antisistema que se detestan mutuamente. Y a los liberales, a abrazarse con desesperación a Javier Milei y poner todos los huevos en la misma cesta, aun cuando el líder argentino diga cosas de las que abominan y pueda fracasar, no porque sus recetas sean equivocadas, sino por simple impericia política.
«Debajo del oleaje extremista, tanto en España como en Europa, se oculta una realidad amenazante y silenciosa»
Aquí todo es desconcierto ante un Pedro Sánchez crecido y en modo preelectoral. Un tipo dispuesto a pasarse por la piedra a jueces, periodistas y empresarios y lo que sea menester, a mentir todavía con mayor descaro, a vender que atamos los perros con longanizas y batimos récords de empleo, cuando, si miramos con atención, descubriremos que 1.132.500 de trabajadores en activo al mismo tiempo están registrados como demandantes de empleo (casi 300.000 más que en 2019). Y otros 356.000 con disponibilidad limitada también están buscando trabajo. Lo que significa que prácticamente 1.500.000 de españoles están subempleados y no llegan a fin de mes. Y es que no es cierto que haya más trabajo, lo que hay es un mayor reparto del existente entre un número creciente de subempleos. En definitiva, lo que hay es un mayor reparto de la miseria.
Lo cierto es que, debajo del oleaje extremista, tanto en España como en Europa, se oculta una realidad amenazante y silenciosa, aguardando su momento. La realidad de un continente declinante en lo económico, lo demográfico y lo geopolítico, desprovisto ya del manto protector de los Estados Unidos, que ahora sólo tienen ojos para Asia. Una Europa ensimismada, incapaz de aceptar, por arriba y por abajo, que el mundo ha cambiado una barbaridad. Y que no existe receta ideológica milagrosa que vaya a ahorrarle la factura de décadas de ensoñaciones y derechos; de elecciones convertidas en concursos de regalos, subvenciones y subsidios; de políticas prohibicionistas, pactos verdes e inmigración masiva.
Esto último, la inmigración, es el tabú que ya se ha roto. Como decía un trabajador social sueco de origen iraquí, nada sospechoso de ser ultraderecha, «durante años he visto crecer la inmigración a un ritmo vertiginoso que hacía imposible cualquier integración». Bien está que al fin se reconozca que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Queda, sin embargo, por comprobar si los demás tabúes también se romperán o si habrá que esperar a que el tsunami, el auténtico, nos pase por encima.