THE OBJECTIVE
Fernando Savater

Despedida a un poeta

«Ser poeta es como ser hijo de Dios: nadie puede aspirar a más, aunque de un modo u otro nadie puede librarse de serlo»

Opinión
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Despedida a un poeta

José María Álvarez | Zenda (Carmen Marí G.)

No sé cómo decirlo: he sido amigo de muchos poetas o, mejor, muchos de mis amigos han sido o son poetas. Lo primero es aclarar cuando alguien es poeta: no llamaría yo así desde luego a cualquiera que ha escrito algunos versos a lo largo de su vida. Es un pecado que ha cometido hasta la gente menos sospechosa de lirismo. En cuanto uno aprende a hacer los primeros palotes, en algún rincón de su alma un embrión minúsculo de vate empieza a desarrollarse. Con el tiempo, si le da por la literatura, el joven escribirá muchos cuentos, varias novelas, una historia de su lugar de veraneo en tres volúmenes, un par de panfletos contra el gobierno, una refutación de las pruebas de la existencia de Dios presentadas por Tomás de Aquino, una tragedia en cinco actos sobre una monja lesbiana pero feminista y un soneto (inacabado). Cuando alguien le pregunte a qué se dedica responderá que a escribir. Y si alguien insiste «¿qué género…?» contestará orgulloso, incrédulo y desesperado: «soy poeta». Nadie puede contentarse con menos, aunque casi ninguno merezca con justicia tan alta nombradía. Ser poeta es como ser hijo de Dios: nadie puede aspirar a más, aunque de un modo u otro nadie puede librarse de serlo.

Para no remontarnos a la estratosfera, optaré por algo mas sencillo: llamo poeta a quien ha dedicado a la poesía la mayor y (en algunos casos felices) mejor parte de sus esfuerzos creativos. El poeta no siempre es recompensado por la suerte pero suele tener un carácter especial, inconfundible. George Santayana escribió una vasta obra filosófica, compuesta por diálogos y tratados, numerosos ensayos literarios, una estupenda autobiografía en varios volúmenes y una excelente y copiosa novela. También compuso diversos poemas, la mayoría no muy afortunados y uno inolvidable : «Cape Cod». Si tuviera que otorgar un título al conjunto de sus empeños yo le llamaría poeta sin vacilar. Es cuestión de paladar, todo lo que hizo me sabe a poesía. Y es que hay mucho de gusto personal en estas cosas. A mi añorado amigo Octavio Paz, con gran creación poética, le recuerdo y admiro mas como prosista aunque nunca me hubiera atrevido a decírselo porque sin duda lo habría considerado una «traición» por mi parte. Algunos cambian de tarea sin dejar de ser lo que son, según mi criterio quizá caprichoso: admiro a Félix de Azúa en cualquiera de sus facetas pero para mí siempre será poeta, un excelente poeta, aunque dejó de escribir poesía -que yo sepa-hace ya demasiado tiempo.

En cambio reprocharía a Andrés Trapiello no afirmar su poesía de modo más rotundo porque la considero, aunque algo escondida, tan celebrable como lo mejor de su prosa. Mención aparte merecen los poetas amigos que murieron demasiado jóvenes (aunque nunca olvido lo que Robert Louis Stevenson repuso al médico que le recomendaba cuidarse mucho porque si no moriría joven: «¡ay doctor, todos los hombres mueren jóvenes!»). Desde mi compañero de colegio Ramón Gimeno, al que me encantaba oír recitar cuando éramos casi niños, a Leopoldo Alas, tan delicioso como persona y como escritor, o mi amado Mario Míguez, un talento austero y realmente excepcional. Cuando les recuerdo, me avergüenzo de ser tan viejo. Y luego están los amigos poetas que además del regalo de su obra me han permitido conocer personalmente o como lector a otros grandes autores: Marcos Barnatán, que me presentó a Borges (¿puede imaginarse mejor obsequio?), Luis Antonio de Villena, a quien debo tantos «soplos» literarios, Félix Grande, Luis Alberto de Cuenca… Conozco a mucha gente de mi edad que sólo recuerdan a tantos y tantos que se portaron mal con ellos: yo no doy abasto para acabar la lista de esos con quienes tengo deuda de gratitud.

«Para José María Álvarez la literatura era el teatro apasionado que justificaba a existencia del mundo»

Pero escribo esta nota para despedirme de un poeta -indudable poeta- de quien fui amigo durante muchos años y que acaba de morir: José María Álvarez. Empezó y acabó su vida en la preciosa Cartagena, cara al mar, pero viajó mucho y supo vivir en muchos lugares, afortunado por la compañía de su bella Carmen. Los amigos le conocíamos entre nosotros como «el General Lee» por el corte de su barba y por cierto aire de familia con el personaje de sureño vencido pero arrogante que aparece en películas de Ford y otros épicos semejantes. Durante mas de treinta años fue puliendo y aumentando su gran libro de poemas titulado «Museo de cera», sin duda una obra singular dentro de la literatura española del último siglo. Lo que caracteriza precisamente a su poesía es alimentarse de tradición poética, de otras emociones leídas, de la vital aventura de ser lector. Álvarez no se afilió a ninguna de esas pretensiones regeneradoras que toman la literatura como herramienta para transformar el mundo, porque para él la literatura era en sí misma el teatro apasionado que justificaba a existencia del mundo, con sus inevitables dolores y sus gozos. Le divertía ser puntillosamente incorrecto en lo político y siendo indudablemente moderno (fue uno de los «novísimos» de la antología de Castellet) disfrutaba posicionándose irónicamente contra la modernidad y, sobre todo, contra los ansiosos de modernez progresista. En una época de cambalache fue persona de calidad. El famoso caballo del histórico General Lee se llamaba Traveller: también nuestro querido Jose Mari fue viajero a través de la pasión de escribir para seguir leyendo.

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