THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

El regreso de un clásico: apocalípticos e ilustrados

«Malo es que regrese la disyuntiva sugerida por Eco hace sesenta años, peor aún es que, como señaló Marx (Karl), la historia cuando se repite se convierte en farsa»

Opinión
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El regreso de un clásico: apocalípticos e ilustrados

Ilustración de Alejandra Svriz.

No hay bien que sesenta años dure. Lástima. Fue ahora hace sesenta años, se dice pronto, cuando Umberto Eco, entonces sólo medievalista y semiólogo, después enorme novelista, alguien que sabía de la cultura de masas, pues a su labor universitaria había unido su trabajo en la RAI, publicó Apocalípticos e integrados. Lo cuenta espléndidamente Darío Villanueva en su nuevo ensayo El atropello a la razón (Espasa, 2024). Lo que Eco describía, hoy un clásico del ensayismo europeo, era el efecto de la cultura de masas (la de entonces, ahora está disparada) en el devenir de la cultura, tal y como se había entendido, casi desde la Edad Media. Eco relataba cómo los todavía denominados intelectuales adoptaban dos frentes, bien polarizados, para decirlo en el peregrino lenguaje actual. Por un lado, los que consideraban que esto era, como había anunciado la Escuela de Frankfurt, el apocalipsis now, pues entendían que ya no se trataba de la rebelión de las masas orteguiana, sino de la degradación de la cultura hasta su límite más obtuso, el espectáculo. 

Por otro, como MacLuhan, un advenimiento de un amanecer democrático en el desarrollo de las creaciones culturales. Han pasado los años, las décadas y el debate renace en otros términos pero con idénticos fines. Ya señaló, en su sofística vaporosa, tan del pensamiento francés, Jean Baudrillard que todo lo importante, en materia de creación estética, sucedido en el siglo XX se había producido en su primeras décadas y lo que vino después, los que vinieron después, no eran sino epígonos. Para subrayarlo, Philip Blom en su magnífico Años de vértigo, recordaba que, como suele ser habitual en los cambios de siglo, todo se originaba en las primeras décadas, los grandes cambios sociales y culturales que marcarían los años posteriores. No hay que ser Pitágoras para comprobar cómo esto es tan verdad como ese adagio italiano que recuerda que «las matemáticas no son opinión». O sí, dirían desde la posmodernidad y la posverdad. 

«No sólo eso, sino que se asiste a la paulatina desaparición de un hecho esencial: la complejidad en la creación»

El caso, a lo que vamos, es que esa mutación se produce siempre y ocurre cuando un mundo (el de ayer, Zweig) no termina de desaparecer y otro, el de ahora, no termina de llegar. Mal rollo. Pero es lo que hay. De saque, lo que tenemos es que se ha pasado de la convulsión, como elemento imprescindible de la creación artística (surrealismo y demás ismos) a la sedación, como herramienta de audiencias. No sólo eso, sino que se asiste a la paulatina desaparición de un hecho esencial: la complejidad en la creación. Como muestra un botón. La muy prestigiosa revista científica Nature acaba de publicar un estudio en el que se afirma cómo la música pop, uno de los grandes emblemas de la cultura de masas, como el cine o el deporte (los nuevos dioses laicos del siglo XX), ha perdido complejidad en sus canciones. El estudio abarca los grandes éxitos recogidos en las listas como Billboard entre 1950 y 2023. Pero no es sólo en la música más popular, uno se teme que el fenómeno abarque otros ámbitos de la imaginación y creación artística. El cine, desde luego, y el arte, también

Si se piensa en que, otra vez de acuerdo al citado Blom, en el primer tercio del siglo XX aparecen en la narrativa obras como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Ulises de James Joyce, La metamorfosis de Frank Kafka o La montaña mágica de Thomas Mann, uno descubre el descomunal cambio que se manifestó, al menos en la que entonces era una Europa, sin miedo a las cancelaciones, sin obsesión por las audiencias, ni la flagelación por el pasado. Es cierto, algo se ha perdido, quizá algo se haya ganado, pero está por ver. Ni apocalípticos, ni integrados, llanamente, despistados, desorientados, perdidos en el archipiélago de relatos minúsculos, como señalaría años después el propio Eco en una obra que ya el título advierte de cómo está el patio, De la estupidez a la locura (2016), vivimos «en un mundo sin rumbo». Quizá no lo ha tenido nunca, pero lo de ahora canta demasiado. Y lo que es, tal vez, sólo tal vez, peor, sin mapas. Porque la creación artística depende de un tiempo y un lugar. Si el tiempo que se vive es un momento de polarización, banalización, fiebre de audiencias, simplezas y demagogias, claramente mejorables, lo que resulte de ahí, salvo excepciones –que las hay- no va a ser el Paraíso. Y si el lugar hoy es todos los lugares, el contagio es universal. Para decirlo poéticamente de esto no se salva ni Dios. 

Malo es que regrese la disyuntiva sugerida por Eco hace sesenta años, peor aún es que, como señaló Marx (Karl), la historia cuando se repite se convierte en farsa. Y esto es lo que tenemos una monumental farsa en la que ya ni siquiera eso de apocalípticos e integrados logra definir, o describir el disparate general que nos asola implacable, como este calor de julio tan insoportable.

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