La jornada laboral
«No se pueden tomar medidas sin tener en cuenta las leyes económicas, tan solo por pura demagogia o por conveniencias personales de algún político»
No hay cosa más peligrosa en política que el sectarismo. Bueno, hay algo peor, cuando se le añade la incompetencia, lo que suele resultar bastante frecuente tratándose de temas económicos. Los resultados producidos pueden ser catastróficos. El Gobierno Frankenstein es experto en la materia. Solo piensan en el impacto electoral que a corto plazo pueden tener las medidas, prescindiendo de los efectos económicos a medio y a largo plazo; dejan al lado y no tienen en cuenta las circunstancias económicas.
En esta dinámica ha sobresalido Yolanda Díaz como ministra de Trabajo, que ha contado hasta ahora con la colaboración inestimable de Escrivá como ministro de la Seguridad Social para esconder y crear confusión con los datos estadísticos, hasta el punto de no poder conocer con exactitud la verdadera realidad del mercado laboral. Esta importa poco, lo relevante es la representación y el relato.
Yolanda Díaz se encuentra ahora inmersa en una cruzada orientada a reducir la jornada laboral. Los malpensados sustentan la idea de que tanto empeño es tan solo una táctica para compensar y conseguir que se olviden los malos resultados obtenidos por Sumar en las últimas elecciones y el cuestionamiento de su liderazgo dentro de esta coalición.
Dejando al margen las segundas intenciones, hay que decir que en principio la medida puede ser positiva o negativa, necesaria o totalmente improcedente, dependiendo de la situación económica, de la coyuntura política internacional y de la incardinación de España en ella. Más concretamente, no puede por menos que extrañar el hecho de que desde parte de la izquierda y de los sindicatos se criticase la Moneda Única y reconociesen las limitaciones que iba a representar para la política socialdemócrata, y ahora lo olviden y piensen que se puede aplicar la misma política, como si el euro no existiese.
A finales de los noventa, IU acometió una campaña dirigida a la reducción de la jornada laboral a 35 horas semanales. Yo en aquel momento mantuve en distintos artículos su conveniencia. Creo que los argumentos manejados eran perfectamente válidos para entonces, pero muy posiblemente serían inapropiados en las circunstancias actuales. Quizás la forma de enjuiciar lo que ahora se plantea sería analizar las razones que entonces existían para acometer la medida, las circunstancias económicas que se daban y las diferencias con la situación actual.
«A finales de los 90, los salarios reales crecieron un 15% menos que la productividad»
El primer hecho a resaltar es que en aquella época se había producido en toda la Unión Europea un fuerte incremento de la tasa de desempleo que, si hasta mediados de los setenta se había mantenido alrededor del 2% -prácticamente en pleno empleo-, fue incrementándose hasta alcanzar el 11 % en 1995.
La contrapartida se encontraba en los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad). Hasta 1975 permanecieron prácticamente fijos en todos los países europeos (y por lo tanto también constante la redistribución funcional de la renta), pero desde ese año hasta 1995 descendieron por término medio 15 puntos. Es decir, los salarios reales crecieron un 15 % menos que la productividad, lo que significa que en este periodo los empresarios y las rentas de capital se habían apropiado en gran medida y casi en exclusiva del incremento de la productividad.
En aquel momento, para que Europa viera alejarse el fantasma del desempleo, el exceso del incremento de productividad sobre el aumento del salario real se debía dirigir a reducir la jornada laboral y no a engrosar los beneficios empresariales. La medida era de una lógica aplastante. Los avances científicos y tecnológicos aplicados al proceso productivo, con la reducción progresiva de la cantidad de mano de obra necesaria para producir igual cantidad de bienes, solo podían tener una finalidad razonable y era la de incrementar el bienestar general con la liberación también progresiva del trabajo y el aumento del tiempo de ocio.
Una evolución en sentido contrario, en la que la mayor productividad se orientase únicamente a incrementar los beneficios empresariales, conduciría a medio y largo plazo a una situación paradójica e insostenible. El número de trabajadores sería cada vez menor, el producto se acumularía en unas pocas manos, las del capital; pero también decaería la demanda de bienes de consumo y, por lo tanto, su producción. De manera que, llevada la situación al límite, todo el sistema estaría orientado a que las máquinas se reprodujesen a sí mismas, mientras que la mayoría de la población se vería abocada al paro y a la miseria.
«La variación de la competitividad depende la productividad, pero también de las diferencias en la inflación con otros países»
La disminución de los costes laborales unitarios en términos reales a la que antes nos hemos referido indicaba bien a las claras que existía margen suficiente para reducir la jornada en la mayoría de los países europeos. Una minoración del 15% en el tiempo trabajado conduciría tan solo a que, por término medio, la relación costes laborales-precios retornase a la situación de mediados de los setenta. Es verdad que el impacto en los diferentes sectores sería distinto, como distinto era en ellos el incremento de productividad y la inflación, pero era de suponer que poco a poco los precios relativos terminarían realizando el ajuste. Así ha ocurrido siempre a lo largo de la Historia.
En el caso de España la situación era aún más clara. La reducción de los costes laborales en términos reales era 7 puntos superior a la media de la UE, es decir del 22%. Por otra parte, entonces no pertenecíamos aún a la Unión Monetaria, de manera que podíamos contar con las variaciones en el tipo de cambio para compensar el posible impacto que se pudiese producir en la competitividad. De hecho, se acababan de realizar cuatro devaluaciones que habían corregido con el resto de los países europeos los diferenciales en las tasas de inflación ocasionados por la integración en el sistema monetario europeo.
La variación de la competitividad depende, sí, de los cambios en la productividad, pero también de las diferencias en la inflación con otros países. Desde el punto de vista de ganar o perder competitividad frente al exterior, las pérdidas de productividad (por ejemplo, mediante una reducción de la jornada laboral o una subida de salarios) pueden compensarse a través de una devaluación del tipo de cambio. Ello es independiente de si esa depreciación de la moneda es o no conveniente en cada momento.
La situación actual ha cambiado sustancialmente. Desde el año 95, la jornada laboral en Europa -y en cierto modo en España-, aun cuando no se haya modificado la legal, sí se ha ido reduciendo (la real) en muchos sectores, en función de su productividad y de acuerdo con los convenios colectivos. A su vez, se ha ido desacelerando la tasa de productividad y en la mayoría de los países europeos se han mantenido estables los salarios laborales unitarios en términos reales.
«Desde 2018 la productividad de la economía española está estancada»
En nuestro país, a lo largo de todos estos años, la productividad (por hora trabajada) ha venido creciendo en menor medida que en la UE. Si en el año 2000 se encontraba en el 6% por debajo de la media, en el 2022 descendió al 12%. De hecho, desde 2018 la productividad de la economía española está estancada.
Tampoco es posible olvidar que, a partir del 2000, pertenecemos a la eurozona y carecemos, por tanto, de moneda propia. Para recuperar la competitividad que la economía española había venido perdiendo a lo largo de los diez primeros años de este siglo y retornar a una balanza de pagos equilibrada, al no poder recurrir al ajuste vía depreciación del tipo de cambio, hubo que someter a la economía a una devaluación interior. Esa devaluación de los salarios reales, que en cierta manera permanece mediante la inflación, es la que sostiene también en la actualidad la competitividad y evita que se generen de nuevo déficits en la balanza de pagos.
La necesidad de mantener la competitividad, el deterioro en la productividad y la imposibilidad de ajustar el tipo de cambio crean un círculo que en buena medida limita la política a seguir por un gobierno en esta materia. En un sistema capitalista, con una economía globalizada, con libertad de mercancías y de capital en Europa, hay que contar con que los mercados responderán ante cualquier medida gubernamental. Tanto la reducción legal de la jornada laboral como el incremento del salario mínimo interprofesional son medidas transversales y afectan en consecuencia por igual a todos los sectores, pero no todos van a reaccionar o han reaccionado de la misma manera.
En algunos, el aumento de productividad podrá absorber el incremento de los costes (la reducción de la jornada en el fondo es una subida de la retribución). Aunque es muy posible que en muchos de ellos el proceso se haya realizado ya vía convenio colectivo. Otros sectores que no estén sometidos a la competencia exterior, aun cuando no se haya producido en ellos ningún incremento en la productividad, podrán asumir la reducción de jornada elevando los precios, que en el fondo será un reparto de los costes entre los trabajadores de todos los sectores, al reducirse los salarios reales.
«El mercado laboral no deja de ser mercado, con sus leyes económicas, que difícilmente se pueden violentar»
En el resto, en aquellos sectores cuya productividad no se haya incrementado por encima de los salarios reales y estén sometidos a la competencia exterior existen bastantes probabilidades de que la medida produzca paro o huida hacia la economía sumergida.
El mercado laboral no deja de ser mercado, con sus leyes económicas, que difícilmente se pueden violentar. Cierto es que por la situación de desigualdad que se produce muchas veces entre sus agentes necesita de la supervisión y protección del sector público. De ahí el carácter tuitivo que tiene la legislación laboral. Pero en este orden la mayor efectividad se encuentra en vigilar el cumplimiento de las leyes existentes y no tanto en imponer leyes nuevas sin considerar adecuadamente cuáles puedan ser las consecuencias.
No hace mucho tiempo, tanto la ministra de Trabajo como el presidente del Gobierno se lanzaron a un canto jubiloso y triunfalista acerca de cómo España se situaba a la cabeza de Europa en un pacto social en la fijación de los salarios. Entonces critiqué el acuerdo porque iba a significar una pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores, como así ha sido. Pero, dicho esto, es difícil no reconocer que la CEOE tiene su parte de razón cuando se queja de que después del pacto, y cuando los convenios colectivos de los distintos sectores se están firmando sobre esos supuestos, se pretenda modificar unilateralmente lo acordado, ya que la reducción legal de la jornada laboral no es otra cosa que una subida generalizada de los salarios.
En cualquier caso, la situación actual, como se puede apreciar, es radicalmente distinta de la que existía a finales de los noventa cuando IU lanzó la campaña para la reducción de jornada. En aquel entonces la productividad llevaba muchos años incrementándose, y ese aumento se había orientado en su totalidad a englobar el excedente empresarial. Por otra parte, no estábamos en la Unión Monetaria. Las circunstancias actuales son muy distintas y las medidas no se pueden tomar sin tener en cuenta las leyes económicas y las condiciones sociales, tan solo por pura demagogia o por conveniencias personales de algún político. No es adecuado entrar en la economía como elefante en una cacharrería, pensando que por estar en el Gobierno todo es factible. Los resultados pueden ser contraproducentes.