THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Un historiador nunca muere

«Nos ha dejado Luis Arranz Notario, quien me enseñó a ser adulto en la profesión de historiador, a no repetir relatos sentimentales como un vulgar manipulador»

Opinión
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Un historiador nunca muere

El historiador Luis Arranz Notario. | Fundación Ramón Areces

El pasado 18 de julio nos dejó Luis Arranz Notario, mi maestro. Cualquier tópico sobre la muerte traidora y repentina, o el vacío que deja, sería una simpleza, un insulto a su inteligencia y erudición. Aprendí de él que no hay nada más vacuo que el tópico, que el corta y pega que, en este caso, va de necrológica en necrológica como un taxi. Arranz me enseñó a ser adulto en la profesión de historiador, a no repetir relatos sentimentales como un vulgar manipulador, o como uno de esos que buscan el refugio de la tribu dominante para tener rápidamente un cargo académico. Por tanto, el mejor homenaje, el que le hubiera gustado, es hablar de su legado, no de su persona. Las lágrimas son mías, a nadie le interesan y me las quedo.

La academia es ingrata y cruel, especialmente cuando a una generación erudita le sigue otra que cree que su tarea es denostar a la anterior si no coincide con su ideología. En realidad, y no quiero profundizar en esto, esa es la dictadura del posmodernismo, que considera que las generaciones precedentes legaron un conocimiento contaminado por el neoliberalismo, el colonialismo o el patriarcado, y se dedican a arrasar lo heredado desde la moral y la intencionalidad política. Por eso la educación se ha llenado de justicieros sociales empeñados en forjar alumnos, no sabios, sino transformadores de la realidad.

Una profesora me dijo en el entierro de Luis Arranz que nuestro querido maestro concebía las clases como un ejercicio de transmisión del saber, no como un mitin con público cautivo en el que se reflejan las obsesiones del docente. Así era. Sus clases eran un momento de erudición comprensible, de conexión de ideas y acontecimientos que nos permitía ver el pasado, desentrañarlo, para lanzarnos luego con avidez a la lectura de los libros que Arranz recomendaba, esos mismos que tenía en la cabeza. Hoy no se lee. Los alumnos no quieren. Huyen. Mandar nueve libros para una asignatura es actualmente impensable, un suicidio. Por tanto, hablar del magisterio de Luis Arranz es comentar otra época, una forma distinta, profunda, verdadera, de acercarse a autores y escuelas historiográficas, politológicas y filosóficas de toda Europa, de generar hambre de conocimiento. 

Es curioso. Ese posmodernismo militante que sacudió la Universidad española, que convirtió las aulas en una zona de combate, que trajo a primer plano de la política a profesores-predicadores, que hizo creer a los alumnos que la opinión o el sentimiento es igual o superior al conocimiento y que, por tanto, tenían derecho a cancelar a un docente, fue lo que echó a Arranz de las aulas. Tuvo la osadía de decir en una clase de la Facultad de Políticas que Israel es la única democracia de Oriente Medio, y las hienas se le echaron encima. Sufrió una persecución con pintadas («Arranz, hijo de España») y boicots dirigidos por un profesor podemita. Sintió entonces que su libertad de cátedra no tenía el auxilio institucional que debería, y se fue sin hacer ruido. 

Si en lo docente fue distinto, igual ocurrió en su concepción de la Historia. Arranz aplicó la ciencia política al estudio del pasado, algo que ponía muy nerviosos a los historiadores que mecánicamente daban una explicación estructural, economicista o veladamente marxista, y que hoy parece antiguo a los posmodernistas a la moda. Su método era el estudio de los partidos, las elecciones y el parlamentarismo para explicar la vida política, combinado con un conocimiento envidiable de las ideas filosóficas. 

«Arranz sostenía que un documento deshacía cualquier mito o epopeya historiográfica»

Arranz creía en la autonomía de la política, sin desdeñar por eso la incidencia de la economía o la cultura. Esta perspectiva obligaba a una investigación minuciosa en archivos y fuentes primarias. En esto fue un adelantado del «dato mata relato». Sostenía que un documento deshacía cualquier mito o epopeya historiográfica. Esto, como digo, incomodaba a los constructores de relatos épicos empeñados en la justicia social o el ajuste de cuentas con el pasado, o a los que hacían presentismo barato. Arranz sentía especial animadversión hacia los historiadores obsesionados por blanquear el comunismo y el nacionalismo, a esos que, según sus palabras, rendían «culto al fracaso y al rencor», no a la profesión ni a la verdad. 

Esa forma de escribir la historia llevó a Arranz a valorar las figuras políticas que asentaron la libertad sobre la base de la experiencia y alejados de las ideologías. Estaba enamorado del siglo XIX europeo justamente por la dificultad para aunar el orden con la libertad en medio de las pasiones. Cánovas, Alfonso XII y, en menor medida, el Sagasta maduro y Eduardo Dato eran sus preferidos. Se mostró muy crítico con la inconsecuencia de Silvela, al que dedicó una biografía, y con Antonio Maura y su democratización fallida. Trabajaba en el archivo de Eduardo Dato depositado en la Academia de la Historia cuando le sobrevino el adiós. A eso dedicó sus últimos años, a desentrañar la crisis de la Restauración, ese periodo tan complicado, anterior a la dictadura de Primo de Rivera. Arranz era tan minucioso y escrupuloso con su trabajo que tras casi mil páginas no consideró terminado el libro que estaba preparando sobre ese momento decisivo del siglo XX español.  

No me voy a referir a sus obras. Están en cualquier base de datos. Prefiero terminar aquí. Son muchísimos los recuerdos personales que atesoro de estos 30 años disfrutando del magisterio de Luis Arranz, de sus consejos desinteresados, conversaciones interminables y buen humor, de compartir lecturas y devociones, críticas políticas e historiográficas, comidas y paseos lentos con explicaciones iluminadoras. A él le debo el historiador que soy, el intelectual que quiero ser. Por eso para mí no ha muerto. Sigue aquí como guía. Me decía: «Haz historia para adultos, no relatos sentimentales para niños mentales», y eso hago. He tenido suerte de tener un verdadero maestro y un gran amigo.

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