THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Adiós a Biden

«En cuatro años, Biden habrá hecho más en políticas sociales que Obama a lo largo de sus dos mandatos»

Opinión
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Adiós a Biden

Joe Biden. | Ilustración de Alejandra Svriz

El 28 de mayo de 1975, el entonces joven y recién elegido senador Joe Biden escribió una carta a Hannah Arendt diciéndole que se había enterado por un artículo del paper que la filósofa acababa de leer en el Boston Bicentennial Forum. Como miembro del Comité de Relaciones Exteriores, Biden le pedía a Arendt que por favor le remitiera una copia de su trabajo. El ensayo se titulaba Home to Roost (parte de una expresión idiomática que podría traducirse por «Cría cuervos») y acabó publicándose póstumamente en el volumen Responsibility and Judgement (2003). Arendt murió en diciembre de aquel año y su paper quedó como una especie de testamento político, más si tenemos en cuenta que en él la pensadora proponía un colectivo examen de conciencia para celebrar el segundo centenario de la fundación de la República de los Estados Unidos, la misma que la había salvado, a ella como a millones de refugiados, de la condición de paria a través del derecho de ciudadanía. 

Arendt se dirigió a sus conciudadanos en un momento de aguda crisis política. El país sufría aún la resaca de la guerra de Vietnam e intentaba asimilar el escándalo que había supuesto la publicación de los llamados «papeles del Pentágono» –asunto sobre el que Arendt escribió otro excelente ensayo– así como el reciente caso Watergate que había terminado con la presidencia de Richard Nixon. Para la autora de Los orígenes del totalitarismo (1951), los fundamentos de la República estaban siendo carcomidos por los dictados de Madison Avenue, metáfora del imperio de la publicidad y las relaciones públicas, cuya fuerza desmesurada estaba sustituyendo la realidad fáctica por el poder de la imagen y las teorías conspiradoras. La guerra de Vietnam había sido un claro ejercicio de marketing para afianzar una imagen de Estados Unidos como superpotencia. La propia industria armamentística se sustentaba más en la necesidad de crear puestos de trabajo que en razones justificadas de defensa y seguridad. El capitalismo había entrado en una fase de consumismo y obsolescencia programada que llenaba el mercado de una superproducción abocada al colapso. 

«Biden ha renunciado a la reelección para evitar una guerra en su partido de consecuencias catastróficas para todo el país»

Todo ello estaba fomentando un amparo público de la mentira, la corrupción y el cinismo que amenazaba con destruir las ideas en las que se había basado una revolución que Arendt siempre consideró, al menos en sus orígenes, más beneficiosa y modélica que la francesa, a su juicio sobrevalorada y a la postre fracasada por su obsecuencia ante los desmanes de la masa y el terror, según expuso en su estudio On Revolution (1963). Los padres fundadores, a diferencia de los revolucionarios de 1789, nunca traicionaron los principios de la Constitutio Libertatis, aunque con el tiempo ese espíritu se estaba olvidando a favor de un simulacro del mismo. En Estados Unidos había habido verdadera «acción», en un sentido político profundo, mientras que en Francia los cabecillas se habían dejado llevar por las urgencias del sustento, despreocupándose de la creación y la conservación de un espacio público.

Arendt terminó su paper pidiendo que no se olvidaran esos últimos «años de aberración» puesto que de lo contrario el país corría el riesgo de ser indigno de los «gloriosos inicios» de 200 años atrás. Y concluía: «Cuando los cuervos que hemos criado vienen a sacarnos los ojos, démosles al menos la bienvenida. Intentemos no huir y refugiarnos en utopías, imágenes, teorías o simples locuras. La grandeza de esta República residió en dar buena cuenta, en aras de la libertad, tanto de lo peor como de lo mejor del hombre». Mientras Arendt cerraba, como quien dice, toda una vida dedicada al pensamiento político con estas palabras, un joven senador que muchos años más tarde sería presidente de Estados Unidos se interesaba por su ensayo en un gesto que no cabe menospreciar como anecdótico y que resulta por muchas razones elocuente y sintomático.

Biden ha renunciado a la reelección para evitar una guerra en su partido de consecuencias catastróficas para todo el país. Aunque tardaremos un tiempo en poder evaluar con calma su legado, bastaría tener en cuenta un solo hecho para estarle agradecido. Él fue el político que sacó de la Casa Blanca a un mamarracho incontrolado como Donald Trump. Uno de los fenómenos más característicos, embarazosos y deprimentes de nuestro tiempo tiene que ver con lo que ya denunciaba Arendt en 1975. La publicidad se ha adueñado de todo y hoy vemos cómo cada día las masas de uno y otro bando, cada cual con sus cráneos privilegiados, no sienten el más mínimo pudor en aplaudir a su mamarracho de turno con tal de que vista la camiseta de su equipo. Así, los indignados por los abusos del movimiento woke en todo el mundo jalean a Trump y al coro de sus aduladores internacionales –de Abascal y Milei a Orban o Le Pen– como líder carismático y lugarteniente de la nada. Poco importa que sea un delincuente convicto, que intentara subvertir el resultado de las últimas elecciones o que ordenara un asalto al Capitolio. Su palabra tiene para ellos fuerza de ley.

De la misma manera, la hinchada del otro bando a menudo es incapaz de reconocer los atropellos que cometen sus santificados dirigentes simplemente por estar envueltos en la aparente oposición a otra forma de brutalidad. El caso paradigmático de ello en España es Pedro Sánchez, cuya ostensible y deletérea inanidad política, moral e intelectual queda salvada por las siglas de un partido al que, por otra parte, ha vaciado de contenido para ponerlo al servicio de su persona, lo mismo que ha hecho Trump con el Partido Republicano. En uno y otro caso, la gran perjudicada es la República, entendida en su sentido originario de espacio común no vinculado a contenidos naturales. El negocio es de distinto signo, pero el objetivo es el mismo.

Joe Biden ha sido un político de otra categoría. Como senador adquirió mucha experiencia y un considerable conocimiento tanto en asuntos nacionales como internacionales, algo que determinó su nombramiento como vicepresidente durante el mandato de Obama. Sus consejos en materia de política exterior, a menudo desoídos por el presidente, se han demostrado con el tiempo muy atinados. Como bien ha explicado Edward Luttwak, la desastrosa retirada de Afghanistan no fue sino el precio que Biden tuvo que pagar por la desatención de Obama al respecto en su día. Lo mismo podría decirse de Iraq o de Irán. Y en cuatro años, Biden habrá hecho más en políticas sociales que Obama a lo largo de sus dos mandatos. El suyo es un caso parecido al de Lyndon B. Johnson, que en poco tiempo supo llevar a término con determinación la agenda social de un Kennedy que había sido más un relumbrón mediático que un gran estadista. En muchos aspectos, Biden ha sido más resolutivo, valiente y lúcido que su anterior jefe, aunque no haya disfrutado de su popularidad.

La debilidad de Biden no ha sido tanto su declive cognitivo –hay que ver cuánta publicidad se ha dado a sus lapsus y con qué impudicia se magnifican las imbecilidades de tantos jóvenes a diestro y siniestro– como su seriedad. En una era que encumbra a los payasos, su sobriedad y su falta de sentido del espectáculo constituyen una virtud, como tantas, invisible para la mayoría. «No es este país para viejos», como dice el primer verso de «Navegando hacia Bizancio», uno de los impresionantes poemas tardíos de W. B. Yeats. De niño, Biden superó su tartamudez leyendo en voz alta poemas del gran bardo irlandés, que desde entonces se sabe de memoria. El crepúsculo celta de sus ancestros corre por sus venas y a menudo cita versos de poetas de la vieja isla católica, a su juicio los mejores del mundo. Lo hizo por ejemplo en enero de 2017, pocos días antes de que Trump ocupara la Casa Blanca, cuando Obama le impuso por sorpresa la Medalla de la Libertad. En su discurso de agradecimiento, el entonces vicepresidente recordó un verso de Seamus Heaney perteneciente a su poema «Desde la República de la conciencia»: «You carried your own burden and very soon / your symptoms of creeping privilege dissapeared» («Uno acarreaba su propio lastre / y muy pronto desaparecieron sus síntomas de creciente privilegio»). En ese poema, Heaney describe el tránsito que se opera en el alma, si uno madura, desde la identidad individual y nacional a la experiencia plural, el espacio donde la humanidad vive en un exilio común, sin el lastre de sus raíces ni los límites de su origen y donde «el relámpago representa el bien universal». Ocho años después de aquella ceremonia, podemos decir que el presidente Biden se ha mostrado fiel a esa idea, la misma que inspiró a los padres fundadores y que defendió Hannah Arendt hace cincuenta años para celebrar el bicentenario de la fundación de la República. Estados Unidos vive una severa crisis que es la de todo Occidente y en la que tanta responsabilidad tienen los republicanos como los demócratas –a house divided–, pero Joe Biden deja la presidencia habiendo afianzado unos principios que se podrían haber destruido y cuya trascendencia para todos los ciudadanos de las democracias representativas se asociará durante mucho tiempo a su nombre. Feliz viaje a Bizancio.

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