¿Un filósofo en la Casa Blanca?
«Sería ridículo pretender que J. D. Vance, ¡y Trump!, vienen a defender la misma idea de perdón que se nos predica, con voz melosa, desde demasiadas homilías»
«El club neoyorquino que está más de moda es la Iglesia católica». Hace ya dos años que el New York Times titulaba así uno de sus artículos. Hoy, el fenómeno que lo inspiraba sigue estando tan o más vigente que entonces.
En efecto, es ya habitual comprobar en la prensa anglosajona cómo se suceden las noticias sobre celebridades que se vuelven cristianas o, más en concreto, católicas. Actores como Shia LaBeouf, humoristas como Rob Schneider o personalidades como Tammy Peterson, esposa de Jordan Peterson, han entrado de reciente en la Iglesia romana.
Otros personajes famosos, como el historiador Tom Holland, la tatuadora Kat von D, el escritor Paul Kingsnorth, el mitólogo Martin Shaw o la activista Ayaan Hirsi Ali han adoptado también diferentes ramas (anglicana, evangélica, ortodoxa) de lo cristiano. Quizá incluso habría que añadir a esta lista al historiador Niall Ferguson (marido de la recién citada Ayaan) o al difunto filósofo Roger Scruton, hombres de asistencia regular en los últimos tiempos a las celebraciones litúrgicas (Scruton incluso solía tocar para ellas el órgano), aunque sin tener del todo clara su fe.
¿Cuál es la razón de que estos exateos (como le gusta llamarse a otro de ellos, el humorista Konstantin Kisin) hayan abandonado su antigua (no) fe? Es inevitable que al hablar de algo tan personal como la religión los motivos sean diversos, incluso abigarrados. Pero todas las figuras mencionadas creo que podrían compartir la impresión que una de ellas, Paul Kingsnorth, describía hace poco de esta manera:
«La verdad es que crecí creyendo en cosas que ahora veo de forma muy diferente. Cosas como que hay que anteponer tu carrera a tu familia. Que hay que acumular riqueza como símbolo de tu estatus. Que debes tratar el sexo como algo recreativo. Que uno debe burlarse reflexivamente de toda autoridad y toda tradición. Que está bien anteponer tus deseos individuales a la responsabilidad comunitaria. Que debes tratar el mundo como un conjunto de materia muerta que ha de investigarse solo mediante el método científico. Que hay que dar por descontado que nuestros antepasados eran más incultos que nosotros. Yo hice todo eso, o lo intenté, durante años. Supongo que la mayoría de nosotros igual».
Ahora bien, de entre todos los conversos anglosajones, hay uno que ha concentrado en mucha mayor medida que todos los demás juntos la atención mundial estos últimos días. Se trata del escritor, abogado, político y, desde el pasado 15 de julio, candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos, el senador por Ohio J. D. Vance.
En efecto, fue en una fecha tan reciente como 2019 que Vance abandonó el ateísmo que profesaba, tras haber sido educado durante su más temprana edad como evangélico. Y lo abandonó para bautizarse en la Iglesia católica. Tenía entonces 35 años.
La figura de Vance es peculiar por múltiples motivos. En primer lugar, por provenir de una familia pobre, en que los abusos y las drogas estaban a la orden del día. En segundo lugar, por el contexto en que creció, la América profunda de los montes Apalaches: el reino de los rednecks, de los paletos más despreciados por el resto de los norteamericanos —pues no cuentan siquiera con la excusa de no ser blancos para explicar la degradación en que habitan—.
Ninguno de estos rasgos, desde luego, resultaba prometedor a la hora de presagiar el alto honor político hasta el que J. D. se ha acabado alzando. Aquel niño que tuvo que terminar siendo criado por sus abuelos maternos podría convertirse, dentro de tan solo unos meses, en vicepresidente del país aún más poderoso de la tierra.
Y esto es así porque Vance, como debe hacer todo hombre grande con sus miserias, no se entretuvo en lamentarse ni revolcarse en ellas. Por el contrario, supo extraer de todo aquello enseñanzas que le han marcado el resto de su vida: como marine, como graduado cum laude en Filosofía y Política, como doctor en Derecho, como abogado de éxito, como inversor en capital-riesgo.
Los pormenores de ese camino nos los ha contado además en su libro de memorias, su Hillbilly Elegy (Elegía campesina: una memoria de una familia y una cultura en crisis). Obra que fue devorada por más de tres millones de lectores de todo el mundo ya antes de la nominación como vicepresidente; lectores quizá ansiosos por descubrir qué pasaba en esa Norteamérica ignorada que, contra todo pronóstico, había aupado a la presidencia (en el mismo año de publicación del libro, 2016) a alguien como Donald Trump.
Ahora bien, ¿de veras resulta llamativo que haya un candidato a la vicepresidencia de los EEUU católico, cuando hoy por hoy tenemos de presidente (nominal) de tal país a alguien que también se dice miembro de tal Iglesia, Joe Biden (o lo que de él quede)? ¿Cuando, por añadidura, la presidenta de la Cámara de Representantes hasta el año pasado, Nancy Pelosi, también se dice feligresa de tal confesión?
La respuesta a estas preguntas podría detenerse en explicar que Vance es un católico que sí cree en cosas católicas, como que el aborto es un asesinato; mientras que de Biden o Pelosi, firmes partidarios de facilitar cada vez más tal crimen, me temo que no cabe aseverar lo mismo.
Ahora bien, no es esta la línea de argumentación que me gustaría adoptar en este artículo, pese a su indudable interés. (Por ejemplo, que Vance esté en contra del aborto nos permitirá, en caso de que salga elegido, librarnos de que se repita uno de los sucesos más indecorosos del actual papado: aquella ocasión en que Pelosi, a la que su arzobispo en California había excomulgado por su entusiasmo en lograr que cada vez se maten más fetos, acudió rauda al Vaticano, fue recibida enseguida por el papa y, acto seguido, comulgó y siguió defendiendo sin problema sus ideas criminales proabortistas, dejando con un pasmo de narices a su prelado californiano; reconozco que fue un caso en que la sutileza del compromiso antiabortista del sumo pontífice, compromiso del que no tenemos por qué dudar, se nos escapó a muchos un tanto).
¿Por qué es entonces importante que J. D. Vance sea un católico converso? Por decirlo en pocas palabras: porque es un católico culto. En el doble sentido de esta expresión, esto es: un católico que se ha formado, sólido, en su fe; pero también un católico que ha estudiado bien el mundo que nos toca vivir (no en vano, «católico» significa «universal»).
Es este una faceta de su carrera que no debemos olvidar: como millennial, este candidato ha leído todo lo que hay que leer para afrontar la batalla cultural de hoy día con empaque. La revista Politico detallaba hace unos días la lista de referentes que han marcado su visión del mundo, casi todos ellos hoy vivos y activos: desde Rod Dreher (con quien un servidor tuvo la fortuna de poder dialogar aquí) hasta el Instituto Claremont; desde un Patrick Deneen a un Sohrab Ahmari (sobre cuyas críticas al liberalismo algo escribimos aquí); desde Peter Thiel a Curtis Yarvin (autor este último que ya recomendamos aquí en THE OBJECTIVE como uno de los más interesantes para afrontar año pasado, el 2023).
Ahora bien, de ese listado de inspiradores para la batalla con que cuenta Vance, nos gustaría concentrarnos aquí, sucintos, en el único que no es estadounidense y el único que ya ha fallecido: el filósofo francés René Girard (1923-2015). ¿Por qué? ¿De qué le puede servir a un vicepresidente de los EEUU un autor que escribía sobre el Quijote, sobre el libro de Job, sobre los chivos expiatorios y sobre las tragedias de Shakespeare? Tratemos de dar alguna pista al respecto.
Una de las ideas de las que partió Girard les resultará ajena a muchos demócratas y liberales, aunque la comprenderán mejor muchos publicitarios y psiquiatras. Se puede resumir así: la gente, en el fondo, no sabe ni lo que quiere.
Por eso, en este aspecto, los humanos no somos tan diferentes de los monos: nos encanta imitar a los demás. Miro a mi alrededor y veo que los señores persiguen a las señoras más delgadas: será que eso es lo mejor (aunque Rubens pensaría de modo distinto). Sigo mirando y veo que la gente se mata por el dinero: será que eso es lo que yo también quiero de verdad. Admiro a un grupo de música y veo que llevan ropas de tal o cual manera: será que es el modo en que tengo que vestir yo.
De hecho, si lo pensamos, notaremos que no podemos saber lo que queremos más que mediante esa mímesis de lo que quieren los otros: pues, hasta que yo no tenga lo que ambiciono, no podré darme cuenta de si en realidad me gusta o no.
Ahora bien, esta solución para por fin saber qué queremos acarrea un pequeño problema. A saber: si todos lo aprendemos por imitación, entonces al final todos querremos un poco las mismas cosas. Una vivienda en el centro, las chicas que se parecen a los modelos de moda, el puesto de mandamás. Y, claro, entonces surge un problema evidente: que no hay para todos de eso que todos queremos (casi) igual.
Este es el motivo por el que Girard insiste en que vivir en sociedad resulta siempre frustrante. Tal vez yo sí haya conseguido el puesto de trabajo que quería, pero no ese amor que se fue con otro; tal vez yo sí tenga la apariencia física que quiero, pero me molesta que aquel otro personaje coseche más fama que yo como escritor. Sartre afirmaba que «el infierno son los otros»; Girard, más tenue, lo dejaría en que «los otros son fuente siempre de frustración».
Esta sensación de frustración generalizada hace que en nuestras sociedades prolifere una violencia difusa de todos contra todos: siempre tengo algo que reprochar a este o a aquel. Esa violencia difusa iría creciendo, paulatina y cada vez más inaguantable, de no ser por estallidos momentáneos que nos devuelvan a la paz social. Estallidos, claro está, que no pueden serlo de todos contra todos: mala solución sería esa al problema de vivir en sociedad.
Por eso René Girard consideraba que los chivos expiatorios ejercían un papel fundamental en todos los grupos humanos. Solo gracias a ellos descargamos la frustración, la violencia acumulada, y lo hacemos en solo unos pocos de nuestros congéneres. Mala suerte para ellos, cierto, pero una enorme ventaja para el resto, que así logramos recobrar cierta paz. Además, ¿no se lo merecen, en el fondo, esas señoras raras que viven solas y con gatos, esto es, las brujas, chivo expiatorio frecuente durante la primera modernidad? O los judíos, esos raritos de los judíos, ¿no se merecen ser el chivo expiatorio de nuestras cuitas también? Toda la historia de occidente es ejemplo de tan judeófoba tentación. Asimismo, les hemos echado las culpas de nuestras cosas a los que mandan, a los esclavos, a los ricos, a los pobres, a los enfermos, a los extranjeros, a nuestros connacionales de al lado: cualquier excusa ha sido buena para buscarnos chivos expiatorios. Girard nos explicó esta exuberancia y su porqué.
Pues, en efecto, después de sacrificar a nuestro chivo expiatorio, sea el que sea, la cosa funciona: tras atacarlo todos juntitos nos sentimos mucho mejor y mucho más unidos. ¡No hay nada que una tanto como a los cómplices les reúne su delito! ¿No confirma eso que el chivo expiatorio era el verdadero causante de nuestro malestar difuso? ¿No explica eso también que muchas víctimas pasen luego a ser vistas como héroes, pues de algún modo hemos de agradecerles la paz recobrada tras su eliminación?
Es verdad que de bien poco le sirve a la víctima, si ya hemos acabado con ella, que la elevemos a los altares una vez sacrificada. Y es aquí cuando Girard propone una solución alternativa al viejo método, presente en todas las culturas, de usar un chivo expiatorio para recobrar la concordia social. Ese método consiste en, simplemente, revelar lo falso de todo el mecanismo que hemos explicado: explicar que los chivos expiatorios no son culpables de nada, explicar que la calma que nos traen tras su extermino no prueba en modo alguno su culpa, y explicar que debemos buscar un modo alternativo para recuperar la paz social.
Ahora bien, ¿bastará con una explicacioncita desde una cátedra universitaria, o desde un podcast, o desde un artículo como este, para acabar de una vez con un engranaje tan asentado en la naturaleza humana? Por supuesto, Girard no era tan ingenuo como para creer algo de semejante pelaje. De hecho, para él el único modo de desvelar la mentira de los chivos expiatorios tenía que ser práctica, no teórica. Hacía falta mostrar que el más inocente de los hombres era el que padecía el más cruel de los sacrificios; mostrar que incluso cuando alguien no tiene culpa, aun así los humanos somos capaces de convertirlo en objeto de toda nuestra crueldad gratuita.
Y eso era justo lo que había ocurrido durante la crucifixión de Jesús de Nazaret.
El cristianismo, así, era para Girard la religión que acaba con las demás religiones: ya no hacía falta ofrecer víctimas, sacrificios, a dios alguno, ni siquiera al dios de la «paz social». Al contrario, el cristianismo revelaba lo mentiroso de ese camino, y ofrecía otro alternativo a la hora de sanar las heridas sociales. El mismo camino que Jesús había mostrado mientras padecía. El camino del perdón, de la reconciliación, entre los miembros de la sociedad. Perdona a tu vecino que tenga una casa mejor que la tuya; perdona a tu vecina que sea más bella de lo que tú eres; perdona a quien gana más dinero que tú, pero también a quien escribe mejor de lo que tú escribes. ¡Perdóneme incluso a mí, amigo lector, por este largo artículo que le estoy endilgando! Ese es el reto cristiano, según Girard, frente a su alternativa más frecuente: reconcomernos todos contra todos, como es típico de nuestra vida en sociedad.
Y bien, ¿qué tiene que ver el mensaje de Girard con la sociedad estadounidense (y no solo estadounidense) de hoy en día, conmovida por los enfrentamientos entre grupos, por la desconfianza de las mujeres hacia los hombres, de los gais hacia los heterosexuales, de una raza contra otra, y viceversa? Creo que la respuesta es evidente (y Girard, que pudo ya contemplar la actual ola wokista, apuntó en ese mismo sentido).
En vez de darle la vuelta a los sacrificios habituales (como propone nuestro wokismo de hogaño), en vez de hacer que los grupos antaño oprimidos traten de «vengarse» sacrificando ahora a los grupos tradicionalmente opresores, la solución, si somos girardianos, debe venir de otro lado. Debe frenarse esa ola de venganzas. Debe recurrirse, en suma, a algo más cristiano. Lo cual no significa, claro, que haya que obligar a todo el mundo a ir a misa: ya hemos explicado que las tesis de Girard no implican tales obligaciones (aunque la misa católica sea un buen ejemplo, de hecho, de sacrificio incruento, que supera la vieja manía humana de sacrificar con mucha más crueldad).
La solución girardiana es cristiana porque pasa por dos rasgos típicos de esa fe. En primer lugar, denunciar los falsos ídolos que se nos quieran imponer; en este caso, los ídolos wokistas, que nos seducen con la idea de que si todos los antiguos oprimidos se vuelven opresores, de algún modo recobraremos la paz social. No es así.
Pero también se trata de una solución cristiana porque apuesta por aquello que ya hemos avanzado antes: por sustituir los resquemores wokistas por el perdón. Un perdón que, desde luego, no será fácil. Un perdón que no reside, claro, en hacer como si nunca pasara nada, y aguantarse ante cualquier injusticia que nos caiga encima. Sería ridículo pretender que J. D. Vance, ¡y Trump!, vienen a defender la misma idea de perdón que se nos predica, con voz melosa, desde demasiadas homilías (sean clericales o no).
No, de lo que se trata es de frenar todos los nuevos enfrentamientos que ha introducido el wokismo en nuestras sociedades. Con la misma firmeza del marine que Vance fue en su día; con la misma inteligencia del estudioso de las más recientes corrientes intelectuales que Vance ha llegado a ser. ¿Tendremos pronto al discípulo de un filósofo como Girard en la Casa Blanca? Nunca mejor dicho: Dios dirá.