THE OBJECTIVE
Juan Francisco Martín Seco

Un tripartito de derechas

«¿Cómo se puede hablar de descalabro del soberanismo cuando se han aceptado todos sus postulados y son los partidos secesionistas los que mandan en España?»

Opinión
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Un tripartito de derechas

Ilustración de Alejandra Svriz.

Existen dos concepciones de la Hacienda Pública. La primera es la propia de un Estado socialdemocrático y de derecho, en la que los contribuyentes son todos los ciudadanos, según su capacidad económica. La segunda es la del Antiguo Régimen, más propia de la Edad Media. En este modelo los que aportan son los territorios, que después lo repercuten a sus habitantes. Esta última concepción es claramente feudal, el soberano marca cupos a cada una de las regiones. No obedece a ningún criterio de igualdad, sino en todo caso al pacto (concierto), de acuerdo con la fuerza que cada territorio posee y con la benevolencia que el rey mostrase respecto a ellos, concediéndoles privilegios (fueros) en recompensa de alguna hazaña pasada.

Esta segunda concepción de la Hacienda Pública representa un retroceso gigantesco en la constitución del Estado moderno y nos retrotrae a tiempos en los que los conceptos de igualdad y de ciudadanía estaban ausentes de la realidad política, carecían incluso de cualquier sentido. Solo las dificultades de toda clase que rodearon la Transición y el afán por atraer a los nacionalistas a la democracia, pueden explicar —no justificar— que una concepción tan aberrante de la Hacienda Pública se introdujese de contrabando en la Constitución, sancionando el sistema de concierto para el País Vasco y Navarra.

Pero lo que rompe todos los cánones —y, aun tratándose de Pedro Sánchez, nos llena de estupor— es que se quiera aplicar este sistema a Cataluña, aunque solo sea porque el País vasco y Navarra apenas representan el 7% del PIB nacional, mientras que Cataluña sobrepasa el 20%. Extender el concierto a esta Comunidad supondrá romper no solo, como se dice, la solidaridad interterritorial (concepto que suena a caridad, a algo graciable), sino también la política redistributiva del Estado, ya que se intenta corregir en la asignación entre regiones el reparto que surge de forma natural entre las personas por la aplicación de las normas tributarias.

No es necesario extenderse en este punto porque es tan evidente el ataque que representa a la justicia y a la igualdad que no hay nada que pueda justificarlo, y mucho menos cuando el motivo es simplemente comprar la presidencia de una autonomía o mantenerse en el Gobierno de España. Desde luego, esta vez malamente va a poder esconderse Sánchez, tal como suele hacer, en el binomio derecha-izquierda.

La paradoja mayor es que al tripartito que se ha formado se le denomine de izquierdas. Nadie, nadie que defienda este engendro puede decir que es progresista. Habrá que preguntarse qué van a hacer las distintas agrupaciones y diputados socialistas (descontando al PSC) y cómo van a comportarse las diferentes formaciones que componen Sumar tales como IU, Compromís, la Chunta, incluso Más Madrid. Yolanda, con tal de no perder el sillón, dirá sí, Bwana. Y será inevitable que el BNG se plantee la misma cuestión. ¿Qué les van a decir a sus votantes?

«Es un timo, porque no todas las autonomías están endeudadas con el Estado, y desde luego no todas en la misma cuantía»

La reacción no puede ser la de reclamar café para todos. Lo que es bueno para los ricos no tiene porqué ser bueno para los pobres. Llevándolo al extremo, sería como si el Estado les dijese a los contribuyentes que se quedasen con todos sus tributos, pero que asumiesen también todos sus gastos. Algunos serían felices, pero se condenaría a una situación de precariedad a muchos más. La extensión del pacto fiscal a todas las comunidades constituye un sueño húmedo de los que profesan una teoría rabiosamente reaccionaria en materia impositiva (véase mi artículo del 2 de abril de este año, publicado en estas mismas páginas digitales y titulado El cupo y el neoliberalismo económico).

El café para todos sería un engañabobos, al igual que lo es ese discurso que afirma que se está dispuesto a extender la condonación del 20% de la deuda de Cataluña con el Estado (15.000 millones de euros) al resto de las comunidades autónomas. Es un timo, porque no todas las autonomías están endeudadas con el Estado, y desde luego no todas en la misma cuantía.

Tampoco hay que dejarse engañar cuando afirman que se creará un fondo de solidaridad. Mal empezamos cuando se habla de solidaridad. Parece que es fruto de la benevolencia de los ricos y no un derecho constitucional enmarcado por la igualdad, la equidad y el concepto de ciudadanía. Pero es que, además, de inmediato se pretende introducir un concepto bastardo, limitativo, creado hace muchos años por el PSC, que indica hasta qué punto han estado siempre presos del nacionalismo y ajenos a cualquier credo socialista. Me refiero a lo que llaman principio de ordinalidad. Lo definen como que la política redistributiva «no coloque en peor condición relativa a quien contribuye respecto a quien se beneficia».

Si por condición relativa se entiende el orden de las comunidades establecido según la renta per cápita, el principio sería inútil porque no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Ahora bien, si lo que se pretende es que las comunidades que más aporten tengan que ser también las que más reciban (que es lo que parecen defender); esto se opondría a la misma esencia de la política redistributiva, que se basa más bien en lo contrario: los ricos son los que menos necesitan las prestaciones y los servicios públicos.

«Al romper los canales de información y la base de datos, se facilitaría enormemente la evasión fiscal, la evasión de capitales y el fraude»

La reforma generaría otros dos efectos a los que se presta menor atención, pero que también tienen una gran relevancia. El primero es el destrozo que ocasionaría en la gestión y en el control de las finanzas públicas el fraccionamiento de la administración tributaria. Los que alguna vez hemos sido responsables de ella sabemos lo que ha costado llegar al nivel actual y conseguir el grado de información que en estos momentos posee, condiciones necesarias para la lucha contra el fraude fiscal y la gestión de los distintos tributos.

Solo la ignorancia acerca de lo que representa la administración tributaria, demostrada de sobra por el presidente del Gobierno y la ministra de Hacienda, explican que estén planteando crear dentro de las finanzas públicas un desaguisado de tal calibre. Al romper los canales de información y la base de datos, se facilitaría enormemente la evasión fiscal, la evasión de capitales y el fraude. Sería introducir las dificultades y los defectos que se dan en Europa respecto a los Estados a un nivel mucho más bajo, y por lo tanto más peligroso, el regional.

Habrá quien arguya que el proceso de dispersión tributaria se inició mucho antes, con Aznar y el Majestic. En cierta medida es verdad. Incluso antes, desde el principio, con la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones a las comunidades. Aquel pacto, el del Majestic, constituyó un precedente bastante negativo. Se transfirió a las autonomías la recaudación de una parte de los impuestos estatales. Pero, sin que implique una disculpa, hay que añadir inmediatamente que la cesión fue parcial, y a todos los territorios por igual, y por lo tanto dentro del régimen general, y sin traspasar la gestión y el control, que continuaron siendo estatales en su totalidad.

El segundo aspecto al que pienso que se presta menor atención del pacto consensuado ahora entre el PSC (más bien Sánchez) y Esquerra, consiste en que la Generalitat, al asumir todos los impuestos, adquirirá también la facultad de legislar sobre ellos. El acuerdo firmado entre Aznar y Pujol, constituyó también en esta materia un precedente muy negativo. Junto a la recaudación también se transfirió a las Comunidades, aunque con muchas limitaciones, la capacidad normativa sobre la parte de fiscalidad cedida.

«Difícilmente se puede hablar de soberanía fiscal sin aceptar la soberanía política»

El ejercicio de esta facultad ha desatado la competencia entre las Autonomías en una carrera por ver cuál de ellas es la que reduce más los impuestos y los hace más regresivos, dumping fiscal. Esto es precisamente lo que ocurre en la UE, entre Estados. Pero el problema es aún mayor cuando se trata de regiones y no de países, puesto que el coste de desplazarse dentro del propio Estado es menor.

En este tema surge una vez más la contradicción de los nacionalistas; por una parte, fueron ellos los que exigieron a Aznar la capacidad normativa y los que pretenden ahora incrementarla gigantescamente, al reclamar la soberanía fiscal, pero al mismo tiempo han criticado duramente a Ayuso y a la Comunidad de Madrid por ejercerla en la parte de fiscalidad que se le ha transferido. La política fiscal de la presidenta de Madrid puede y debe ser criticada, pero no por aquellos que promueven la capacidad normativa de las comunidades en materia tributaria. La contradicción persigue también y en la misma medida al Gobierno de Sánchez que, al tiempo que aprueba una armonización por la puerta de atrás entre comunidades del impuesto de patrimonio, proyecta dar a Cataluña una autonomía total en la política fiscal. ¿Pensará luego armonizar todos los gravámenes?

Por último, difícilmente se puede hablar de soberanía fiscal sin aceptar la soberanía política, pero es que sin duda es esta aspiración la que se encuentra detrás de la reclamación de los golpistas. Llevan tiempo persiguiéndola. La independencia de Cataluña se había proclamado mucho antes que Puigdemont la anunciase solemnemente en el Parlament. Las leyes de desconexión la suponían, puesto que mostraban con las palabras y los hechos que el Parlament, como representación de un teórico pueblo de Cataluña, era soberano.

Afirmar, tal como ha hecho Sánchez, que la concesión a Cataluña de la soberanía fiscal nos introducía en el federalismo obedece o bien a la ignorancia o bien al cinismo, o tal vez a ambas cosas a la vez. Ni legal ni constitucionalmente nuestro país es un Estado federal, pero lo que sí es cierto es que, tal como afirma Piketty en las páginas 1.090 a 1.094 de su obra Capital e ideología, España posee en materia fiscal una descentralización que para sí quisieran muchos Estados federales, incluyendo a EE UU y a Alemania.

«La transferencia de la totalidad de los impuestos a la Generalitat facilitaría en el futuro el éxito de un nuevo golpe de Estado»

Lo que ahora pretende Sánchez con Cataluña va mucho más allá. Consiste en hacer soberana (al menos respecto a la Hacienda Pública) a una parte de España, robando la soberanía a todo el Estado que es donde reside. La soberanía fiscal es la adelantada de la soberanía política, porque la transferencia de la totalidad de los impuestos a la Generalitat facilitaría en el futuro el éxito de un nuevo golpe de Estado. Uno de los factores que sin duda hicieron fracasar el de 2017 fue que Cataluña no disponía de una hacienda pública propia.

Sánchez intenta —al igual que siempre— justificar la felonía que piensa realizar hablando de la pacificación de Cataluña y de la derrota del independentismo. En todo caso, se trataría de la paz de los vencidos, conseguida a costa de ceder absolutamente todo a los golpistas. ¿Y cómo se puede hablar de descalabro del soberanismo cuando se han aceptado todos sus postulados y además son los partidos secesionistas los que mandan en España? Carece de sentido presentar el tripartito y el Gobierno de Illa como el fin del procés. Habrá que preguntarse si no es al revés. La entrada en el Gobierno del PSC y de los Comunes no es garantía de nada cuando han asumido todo el programa soberanista y, lo que es peor, se han comprometido a que lo suscriba el Estado.

Este tripartito tiene antecedentes y no ha quedado ningún buen recuerdo de ellos: ni de la aprobación un estatuto claramente inconstitucional ni tampoco de un PSC que mantuvo la duda acerca de dónde radicaba la soberanía. Hay que recordar a Montilla hablando de las dos legitimidades, y cómo todo el discurso del procés se montó sobre el relato de las rectificaciones que había hecho el Tribunal Constitucional, corrigiendo así la voluntad soberana del pueblo catalán.

Desde luego, la pacificación de la que habla Sánchez no es entre Cataluña y el resto de España. Por desgracia, nunca ha existido una animadversión mayor que ahora frente a los catalanes en los demás territorios, digo frente a los catalanes y no frente a los independentistas, puesto que la mayoría de los ciudadanos que residen fuera de Cataluña ven con estupor que la casi totalidad de los catalanes que reniegan del secesionismo terminan votando al PSC o a los Comunes, que mantienen el mismo discurso supremacista y, si me apuran, golpista. Algunos dirán que los votan porque son de izquierdas. ¿De izquierdas y están dispuestos a quebrar toda la política redistributiva del Estado?

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